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Luego de aquel desayuno, Roderick se encaminó a la torre de los guardias, un lugar especialmente creado para el descanso de los soldados que no estaban de turno, para entrevistar a los caballeros de Dunster que habían traído a su prometida.

Mientras avanzaba, miró hacia atrás, hacia la torre del homenaje, pensando en ella.

Su prometida.

Ella parecía querer aferrarse a ese título, y conseguir el de esposa. Había tenido muchas dudas en su viaje desde Gales, cavilando acerca de las consecuencias que traería devolverla a su casa, las cuales podían ser nefastas, y ahora estaba seriamente confundido.

—Tened cuidado, Roderick —le había dicho su tío Lawrence, esposo de la hermana de su padre—. Conocí a la dama en Londres, y además de tonta y fatua, nos pareció algo coqueta; un poco inclinada a los caballeros... más de lo normal.

Aquellas palabras lo habían dejado sumamente preocupado. Por supuesto, no quería una mujer tonta que no supiera dirigir un castillo, fatua, que despilfarrara en lujos innecesarios, ni mucho menos coqueta, que le trajera malestares de celos y desconfianza.

Creía totalmente en la palabra de su tío Lawrence, pero ahora se estaba preguntando si acaso se había confundido de dama. Esta Emma que acababa de conocer tenía una mirada inteligente, lo cual desmentía uno de sus defectos.

Para probar el segundo, durante el desayuno le había hablado de la visita del mercader. Ya que Albermale tenía gustos exquisitos y algo extravagantes, tenía convenio con el puerto comercial más cercano y un cargamento especial venía cada cierto tiempo. Se aproximaba el segundo del año, y además de los encargos fijos, los mercaderes usualmente traían mercancía de más para tentar a la señora o al administrador.

—¡Lord Albermale! ¿Me estáis dando permiso para hacer compras al mercader sin aún ser vuestra prometida oficial? —se asombró ella ante la noticia—. Mi señor, sois generoso.

—Ninguna dama en mi castillo sufrirá carencias —había dicho él—. No soy generoso, soy responsable.

—Eso habla aún mejor de vos, lord Albermale —dijo ella sonriente, deslumbrantemente sonriente. Roderick frunció el ceño, incapaz de notar que ella estaba coqueteando con él—. Ya que durante el viaje y gracias a esa siniestra emboscada mis damas y yo perdimos objetos valiosos, me tomaré la libertad de reponerlas con vuestro oro—. Aquello fue dicho con picardía, picardía que asombró a todos, menos a Roderick, que no pescaba una.

—De acuerdo.

—Parece que os tendré que enseñar algunas cosas, lord Albermale —suspiró ella cuando él no reaccionó a sus bromas. Él frunció de nuevo el ceño, esta vez, más profundamente—. Oh, no me hagáis caso —contestó ella de inmediato—. A veces... suelo bromear —eso lo dijo como si revelara un terrible secreto, y el desayuno había finalizado con las risitas de las damas, la incomodidad de los caballeros, y un Roderick totalmente fuera de lugar.

Él seguía preguntándose qué tenía esa mujer en mente, y tratando de sacudirla de sus pensamientos como si de moscas molestas se tratara, puso su mente en los caballeros.

Los encontró de pie y listos para recibir órdenes. Roderick los miró de uno en uno. Le habían informado que había un comandante y cuatro soldados rasos, todos jóvenes y fuertes, sanos, luego del tratamiento de Fatima.

Al verlo, los cinco hincaron la rodilla ante el lord. Se presentaron uno a uno y ofrecieron sus servicios.

Era costumbre que junto con la novia y las damas, los caballeros fueran entregados como parte de la dote. A veces esto era una molestia, pues estos caballeros podían espiar para el padre de la novia, así que siempre debía tener cuidado y obtener sus juramentos con toda la lealtad que pudiera.

Una falsa damaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora