Fresa salvaje

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Para salir, el miércoles repetí el mismo proceder del martes. En la canasta llevaba unas ricas empanadas de amarillito, bastante arroz y masa para hacer tortillas. Convencer a don Selso con el suculento menú era una idea. Mala, sí, lo sabía, pero idea al final. Su sufrimiento iba más allá de castigarse así mismo, se trataba de aprender a lidiar con la pérdida del ser querido, de la despedida de su compañera que pensó que tendría para toda su vida. Que fuera él quien se quedara, lo tenía refugiado en la soledad.

Llegué y entré, de nuevo con la confianza de hacerlo.

Existía un silencio en el ambiente que llamó mi atención, aun así, continué recorriendo el camino de adoquines que terminaba en la puerta de la casa.

Estaba a punto de meter la llave, cuando, sin advertirlo antes, descubrí que el amigo de Esteban merodeaba nervioso por el comienzo del patio trasero. Andaba ahí, dando lentos pasos al azar, y en su mano reconocí la forma de una pistola.

—¿Y este loco qué hace? —dije en voz baja. Enseguida coloqué la canasta a un lado de la puerta. Caminé sigilosa hasta donde se encontraba Ermilio, más por precaución que por ganas de sorprenderlo, pero lo hice, lo sorprendí tanto que soltó un quejido cuando se encontró cara a cara conmigo.

—Pero ¿qué? —se quejó y clavó una mano en su pecho.

En su otra mano confirmé que cargaba un arma.

«Los hombres se asustan tan fácilmente», pensé, recordando la reacción similar de Nicolás el día del entierro de Celina.

—¿Todo bien?

Ermilio tardó un segundo en recuperarse.

—Sí... —Respiró menos agitado—. Bueno, es que oí un ruido por allá. —Señaló hacia el fondo del patio, justo donde los frondosos árboles y la maleza que crecía rápido tapaban mejor.

—Tal vez es un tlacuache —atiné a decirle, desinteresada porque en esa zona abundaban los animales molestos.

Él se quedó concentrado en aquella zona y medio levantó el brazo donde cargaba la pistola. Buscaba al culpable del sonido que yo no alcancé a escuchar.

—No, es algo más grande, lo sé —murmuró, ni siquiera parpadeaba.

—Por aquí hay muchos venados, puede ser eso.

Él rio un poco.

—¿Y saltó la barda? —sonó burlón.

—O se metió en un descuido en el que dejaron la puerta abierta.

En ese momento, Ermilio me observó de reojo.

Me di cuenta de que sus oscuras cejas se enarcaron.

—¿Insinúa que la dejé abierta?

Negué, pero sin tener ganas de ser convincente.

—Yo nada más digo. —Me encogí de hombros—. Además, no veo más que el viento moviendo las ramas. —Manoteé hacia el patio. Me urgía que bajara la incómoda pistola—. Guarde eso, no se le vaya a salir una bala.

Pero él ignoró mi petición. Por el contrario, alzó el brazo hacia el cielo y disparó.

El agudo pitido en mis oídos me provocó un mareo y ganas de echar el desayuno.

—Solo por si se ofrece —dijo, serio.

Gracias a la desagradable intervención del señor Sepúlveda, comencé a sentirme sofocada. Las piernas me fallaron y amenazaban con hacerme caer. Tuve que dar todo de mí para resistirlo.

—¡Oiga, no ande tirando, así como así! —le exigí, apenas logré hablar.

—Es por precaución. —Guardó por fin el arma en su espalda, entre la camisa y el borde del pantalón. Estaba convencido de que algo amenazaba, como un monstruo de pesadilla o un ente de la noche—. Lo que sea que anda metiéndose donde no debe, ya sabe que la casa no está desprotegida.

Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora