Que lo nuestro se quede en nuestro

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El tiempo se detuvo para mí.

—¿Eso qué significa? —pregunté con poco aire.

El espasmo en el cuerpo me respondió antes.

Esteban me contempló por un instante. Lucía convencido.

—Si estás de acuerdo, seguiré a tu lado. Esperaré tu duelo, pero después te haré la pregunta que debí hacerte hace muchos años atrás, aquí mismo, donde me hiciste sentir tan feliz.

En mi interior todo se removía. Se trataba de un acomodo de sentimientos implacable y curativo.

De pronto, la preocupación que creía extinta volvió.

—¿Alfonso? —Rememorar la noche de la Navidad pasada volvió y me golpeó el pecho.

Esteban negó con la cabeza.

—Mi hijo va a tener que aceptarlo.

—Nos juzgarán...

Traté de girarme, pero él lo evitó.

—Lo que vivimos, lo que sufrimos y sentimos lo sabemos solo nosotros. Nadie más tiene derecho a juzgarnos. —Sus manos se aferraron a mis brazos y quedamos tan cerca que mi aliento llegaba a su cuello—. Te quiero, Amalia Bautista. Amo hasta tus defectos. No me vuelvas a alejar o no podré soportarlo otra vez.

Lo observé. Seguía siendo tan guapo, al menos para mí. Seguía conservando su esencia pacificadora. Mi dulce amor de juventud y de siempre. Esta vez no le pensaba fallar. Si ya había hecho tremendo esfuerzo al convencer a mis hermanos, era porque de verdad me quería en su vida.

Acaricié su mejilla, lento para disfrutar del roce.

—No lo haré —le aseguré.

Ya nada ni nadie nos separaría.

Un breve beso iniciado por mí selló el acuerdo.

Salimos de allí y retomamos la ida a la casa.

Yo iba de su brazo.

Encontramos a Lucas dormitando en un sillón, para variar.

Era hora de despedirme del que fue mi hogar.

En ese momento, recordé algo que acaparó mis pensamientos.

—Dejemos que duerma otro ratito —le dije a Esteban—. Ven, te voy a enseñar una cosa. —Lo jalé de la mano hacia la habitación que me perteneció.

Moví el ropero y luego fui hacia la esquina que quedó descubierta. El espacio fue reparado con ladrillos. Toqué varios, hasta dar con el que estaba flojo.

Descubrí el agujero en el que guardé un cofre de madera tallada. Llevaba dentro bastantes años.

Estaba hincada, así fue más fácil abrirlo y sacar su contenido.

Envueltas en uno de los pedazos de la tela que Esteban me obsequió en mi cumpleaños, se encontraban varios sobres ya amarillentos por el implacable paso del tiempo.

—Son tus cartas —le dije, mostrándoselas—. Las guardé todas aquí. —Sin darme cuenta, comencé a sonreír—. A veces, cuando los demás se dormían, las releía. —Suspiré. Después, en el fondo del cofre, descubrí que tenía otros sobres sin abrir. Dudé en sacarlos, pero ya estábamos ahí, ¿qué más daba? Los sostuve con cuidado y abrí una de ellos—. Estas son las cartas que yo te escribí. —Extendí el papel y empecé a leer en voz alta—: Querido Esteban, mi corazón duele con su ausencia. Es hasta mortal la pena que me embarga. Debe saber que, aunque estemos separados, hasta mi último día lo seguiré pensando. Aun cuando llegue a vieja y mi memoria falle, será usted el único hombre en el que pensaré. Aun cuando no me queden fuerzas para respirar, cuando mi cuerpo se apague poco a poco, será su recuerdo con el que me duerma para siempre...

Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora