Aprovechando que quedó abierta y sola, me encargué de hacer la limpieza de la habitación de Esteban. Demoré porque se encontraba en pésimas condiciones. En el transcurso hallé adornos tirados y el suelo tenía una capa desagradable de mugre. Tuve que tirar varias botellas vacías. También lavé la ropa sucia y cambié las sábanas.
Ermilio colaboró lavando los trastes y barrió las estancias. Dejamos todo reluciente. Hasta conseguimos que don Selso se diera una ducha. ¡Vaya falta que le hacía! Se veía más blanco cuando salió a cenar.
No compartí la mesa con él, solo su amigo. Era obvio que mi presencia lo incomodaba. Sospecho que hacía un descomunal esfuerzo para soportarme, pero su fugaz mirada, si pudiera hablar, me habría corrido en ese instante.
Ermilio le advirtió que no vacilaríamos en volver a usar el tocadiscos si reincidía con lo de la comida.
Ese jueves regresé a mi casa hasta las diez y media de la noche.
Durante el trayecto me permití disfrutar del triunfo, y también del alivio de tener la seguridad de que le estaba cumpliendo a mi yerno, a mi hija, y en especial a Celina.
Dormí tan profundo en la noche que cuando desperté me invadieron las ganas de ser productiva.
En mi modesto patio, nada comparado con el de aquella gran casa cercana a las grutas, destiné un espacio para sembrar flores. El árbol de mango de mi vecina y una enredadera que se fue acomodando en los alambres que puse para lograr un techo verdoso le regalaban una sombra adecuada.
La verdad prefería tener plantas que sirvieran para algo más que decoración, pero un lugarcito colorido no vendría mal. Decidí que las hortensias serían una buena opción para comenzar.
Antes de que el intenso sol interrumpiera, me apresuré a ir a comprarlas y a traspasarlas. Fue arduo, pero el resultado me fascinó.
«Azules, como sus ojos», pensé sin querer.
Ahí estaba yo, quieta y contemplando complacida las flores que se mecían con el escaso aire de la mañana. Recordándolo hasta con el más ínfimo detalle.
Deseé poder encajar en mi pecho la misma pala con la que cavé el hoyo, arrancarme el corazón que latía distinto cuando lo tenía cerca, cuando sabía lo imposible que era que volviera a verme de otra manera que no fuera con desdén. A pesar de que no quería aceptarlo, su indiferencia sí corroía mi interior de una forma silente, pero efectiva, y yo no era tan osada como para confesarle que su profundo dolor me afectaba también.
—¡Con que ya te encontré! —escuché que dijeron a mi derecha.
Salí de la ensoñación de golpe.
Reconocí la voz.
No estaba segura si era mejor sonreír o mantenerme seria.
La reja que separaba la propiedad de mis vecinos con la mía se movió y no tardé en sentir que unos brazos me rodearon.
—Qué milagro —dije entre dientes. Discreta, lo fui guiando a un lado del árbol de mango.
—Milagros hacen los Santos, mi reina.
Joselito me apretujó la cintura e hizo que girara para que lo viera. No me dio oportunidad ni siquiera de decir una palabra y plantó sus labios contra los míos.
El calor de su beso calló la queja que planeé soltar a la primera.
Cuando lo inspeccioné, me percaté de que se veía más requemado de lo normal y cortó su cabello al ras.
Sin que me liberara de su agarre, comencé:
—¿Podría saber dónde estuviste todos estos días?
Trató de darme otro beso, pero eché la cabeza hacia atrás. Aun así, él no perdió su buen humor.
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Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)
RomanceHan pasado veinte años desde la última vez que lo vi. Esteban Quiroga fue el hombre a quien lastimé cuando éramos unos jóvenes soñadores e ilusos. Todavía se me va el aliento al recordar cómo terminó todo. La muerte rondaba con su guadaña afilada po...