Greta.
—¿Qué pretendes? —La voz de Alessandro golpea mi rostro en un susurro bajo y varonil, incluso sexi.
No puedo creer que estoy pensando sobre él de esa forma, pero lo hago al no conseguir apartar los ojos de los suyos, los cuales a su vez se deslizan hacia el agarre que mantiene sobre mi muñeca para suavizarlo, pero sin llegar a soltarme.
El calor de su piel contra la mía me deja en un punto de desconcierto, pero también de incertidumbre. Aún así, no le pido que me deje ir, porque de alguna forma, parece afectarlo.
Y quiero que le afecte, que aunque sea un poco, él pierda tanto como yo estoy perdiendo al venir aquí. Mi orgullo, pero también la maldita cordura que debió atarme a mi casa en lugar de evaporarse para permitir que recurriera a Demetrio Caruso, el salvaje que solo se burló al verme hace una hora.
—Negociar —atiendo a las palabras que suelta, tratando de concentrarme. Es imposible, porque no hago más que recordar.
Recordar.
Y recordar.
La forma en que su boca se movió contra la mía hace días sigue recorriendo los rincones más profundos de mi cabeza aún cuando trato de alejarla. Es solo un hombre, uno que es completamente mi tipo, pero que no debo mirar. Porque su elegancia es una mentira, porque su caballerosidad es un castillo de naipes tambaleantes que se derrumbará en cualquier momento. Porque conozco a los hombres como él, despiadados, mordaces y jodidamente perversos.
Alessandro no es como los hombres que normalmente se mueven en nuestros círculos, no. Él es calculador, esconde la bestia que es con trajes hechos a medida, con sonrisas amables que engañarían al mismo diablo, pero por dentro, es el peor de todos. Es el hombre que te ayuda a levantarte solo para volverte a empujar de una forma más cruel y definitiva, para que no consigas volver a mantenerte en pie.
Y no debo recordar que vine aquí a hacer lo que debí hacer hace un tiempo. Jerom tiene razón, no puedo negar quien soy, pero sí puedo hacer que juegue a mi favor para que no me afecte. Puedo dar la parte mala y quedarme con la buena, puedo culpar a otros y tejer otra barrera para que no me perjudique.
—¿Qué estás dispuesta a darme, Greta? Porque no sé si te lo dije, pero yo no negocio si no me beneficio de alguna manera. —La manzana de adán se le mueve cuando pasa saliva—. Y no pienso hacerme a un lado si esa es tu definición de negociar.
—No quiero que te hagas a un lado.
Mis palabras provocan un bien formado ceño fruncido que, por primera vez, no trata de esconder.
—No me gustan los juegos, Greta.
—Y yo no quiero jugar. —Le sonrío—. No contigo.
A pesar de que su agarre en mi muñeca se desvanece, la presión de la palma de mi mano contra su pecho se torna más firme, como una forma de mi desesperada conciencia de hacerle saber que hablo enserio. No puedo salir de aquí sin una respuesta.
—Esta no es una buena posición para hacer negocios, señorita Basile.
—Si vamos a hacer negocios deberías dejar las formalidades —alego, sin dejar de tocarlo—. ¿Cuál es entonces una buena posición para ti?
La sombra de la duda se instala en esos ojos azules que no dejan de observarme. Para mi sorpresa, esconde una sonrisa, una que bien pudo haberme dejado en el suelo de haber salido.
—¿Estás tratando de conseguir algo con tus juegos de palabras?
—Cerrar un trato, ¿tal vez?
—¿Qué me ofreces, Greta?
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ALESSANDRO (+21)
RomanceHISTORIA EN PAUSA. Lo correcto no siempre es lo más placentero, pero cuando se trata de él, incluso el placer más retorcido e inmoral, se siente perfecto. Greta Basile tenía un sueño que cumplir antes de llegar a sus 30: hacer de su restaurante uno...