Capítulo 24: La crueldad de la omisión

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La oscuridad es peculiar. Huele a salitre y a arena. Es posible también percibir el olor del calor unos segundos antes de sentir los rayos de sol que alcanzan a entrar por las altas ventanas de los calabozos. Sabe que lo llevan de vuelta porque escucha el repiqueteo de algunos platos en el suelo y el arrastrar de las cadenas. Escucha los pasos combinados con el peso de los grilletes, las rejas abrirse y cerrarse, una y otra vez.

La sangre que llega a sus labios le sabe a óxido.

Qué patético, piensa. Acabar así.

Negarle el poder a un rey para no enemistarse con otros tres y acabar así. Traicionado, encadenado, con una venda sobre los ojos, la cara chorreando de sangre. Lo vuelven a encadenar a la pared y Song Lan tiene que sostenerse para no perder el equilibrio.

Al final, Jin Guangyao no preguntó nada.

No le interesaba demostrar que Song Lan era un traidor, con su palabra bastaba. Al final, ni siquiera importó su identidad. Pudo haber sido cualquiera, mientras estuviera en el camino del rey de reyes, terminaría igual.

Song Lan sólo sabe que Xue Yang sigue frente a él porque escucha el arrastrar de las cadenas cada que cambia de posición y la respiración tranquila al otro lado de la celda. No dice nada. Si lo ve, tampoco reacciona. Cuánto no habrá visto, que ni siquiera puede reaccionar. A Song Lan le gustaría no culparlo. Le gustaría entenderlo, verlo a los ojos y perdonarlo. Es sincero consigo mismo: no entiende la vida de un hombre que no es dueño de sí mismo; no comprende sus elecciones y la traición le sabe amarga, clavada entre sus costillas. Xue Yang, que se arrodilló frente a él y dijo, se lo suplico, general, pronunció también su nombre como una condena. Maldito sea, en esta y todas sus vidas, quisiera decir Song Lan.

Pero no puede. Cuando escucha las cadenas moverse, no puede.

—¿No te defenderás? —pregunta, finalmente, cansado del silencio. En la fortaleza del norte no le molestaba refugiarse en él, pero en los calabozos de Jinlintai se hace pesado y solitario—. Si te odio, ¿no te defenderás?

Las cadenas se mueven, pero no hay respuesta.

A Song Lan le alegra no poder ver su rostro. Quizá lo odiaría más si tuviese que enfrentarse a su ensayada inexpresividad.

—Incluso si te odio, ¿lo aceptarás? —insiste, incapaz de dejar de meter el dedo en la llaga. El general, usualmente calmado y juicioso, pierde los estribos—. Incluso si te maldigo en esta y todas tus vidas, ¿lo aceptarás?

Las cadenas vuelven a moverse, pero no hay respuesta de nuevo. Se puede escuchar una gota de agua que cae sobre las piedras del piso a lo lejos. Otras cadenas, más lejanas, se mueven. Los prisioneros lloran, suplican. Otros se quedan en silencio. Muy tarde, Song Lan comprende que el silencio viene de la resignación calmada de los esclavos. Está en todos ellos y, algunos, como Xue Yang, lo esgrimen como un arma.

No pregunta nada después de eso. No queda nada. Sólo la tristeza, la sangre seca en la cara y la venda sobre sus párpados, allí donde antes estuvieron sus ojos.

Pasa mucho tiempo antes de que Xue Yang hable.

—Si me maldice, general, la maldición será mía. Enteramente mía. Hágalo. No me importa, Song Zichen.

»Al menos, habré obtenido algo.

No vuelve a pronunciar palabra y Song Lan tampoco responde. El general siente la noche entrar por la ventana cuando se cuela el frío entre los altos barrotes. Le gustaría ver la luna. Espera que, allí donde se encuentre, Xiao Xingchen voltee en su dirección y le muestro su rostro.

Xingchen, siempre fuiste hermoso a la luz de la luna.

Se esfuerza en recordar sus facciones. Las ha recorrido con sus dedos demasiadas veces, pero nunca con la atención requerida. Imagina su nariz, sus pómulos angulosos, su barbilla. Evoca la imagen que nunca habrá de ver de nuevo y ruega por no tener que sentir el rostro de Xiao Xingchen entre sus manos nunca.

Donde ni el pecado ni el perdón nos alcance [SongXueXiao]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora