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En la mañana, a primera hora, los rayos del sol despertaron a Diana Barry.

Entre bostezos y movimientos adormilados, se fue incorporando.

Siendo golpeada abruptamente por todos los recuerdos del día anterior. Y el hecho, de que se había dormido en el camino de vuelta a casa, luego de fingir todo el día estar bien.

Abrió lentamente sus ojos, encontrándose con Eliza, su madre, mirándola fijamente. Diana sonrió y estiró sus músculos.

Buenos días, madre... —susurró para volver a cerrar sus ojos. No recibió respuesta alguna de la otra mujer, así que al cabo de unos minutos volvió a abrir sus ojos para confirmar si su madre seguía allí o si había soñado con ella.

—¿Buenos? —preguntó Eliza. La voz recta y desafiante, hizo que Diana se sentase de golpe en su cama. Las hermanas Barry poseían el don de reconocer el enfado de sus padres al instante.

Diana miró a su madre, sin embargo, las cartas que ésta tenía en sus manos, la hicieron abrir los ojos de golpe y que todo rastro de sueño, fuese disparado fuera de su cuerpo.

Al instante se arrodilló y buscó debajo de su cama, pidiéndole al cielo que las cartas que tenía su madre en sus manos, no fuesen las que ella le escribía en secreto a su mejor amiga.

—Allí no están. —aclaró su madre, detrás suyo. Una vez más, Diana confirmó que su madre estaba furiosa. En ese momento la mayor de los Barry cerró sus ojos con fuerza y girándose lentamente hacia su madre, sintió el mayor de sus miedos hacerse realidad.

Su madre la miraba fijamente.

Había encontrado sus cartas.

Y por la rectitud de su voz y su expresión, sabía que también las había leído.

Vístete. Iremos a la casa de los Cuthbert. —ordenó.

—¡¿Qué?! —preguntó Diana incrédula.

—No sé qué demonios quisiste decir con estas cartas, Diana... Ni mucho menos de qué se trató tu amistad con Anne. Pero antes que puedas dañar el matrimonio de una pareja de recién casados, es mejor que vayamos a aclarar las cosas.

—No entiendo, madre, yo... —comenzó confundida su descendiente mayor.

—¿Hija, te gusta Anne? ¿es en serio? —preguntó Eliza levantándose. Acercándose acusadoramente a su hija. Diana empezó a temblar.

Es que... Yo... Bueno... No. —se trabó con sus palabras sin poder decir algo coherente. Y, eso fue una confirmación para las sospechas de su madre.

—Entonces ha ocurrido lo que siempre sospeché con esa niña... —mencionó su madre con desprecio, para darle la espalda—Te ha mal influenciado. ¡Te ha metido ideas extrañas en la cabeza! Debe ser por sus vivencias en el orfanato, debe de tener las peores costumbres. ¡Pero esto no quedará así! ¡Vístete! —bombardeó con palabras a su hija, quien quedó estática—Ya tu padre sabe de la existencia de estas... Lo que sean. Barbaridades. Desastres. Defectos que jamás debieron existir. —se refirió a las cartas con todos los sentimientos de su hija plasmados en ellas—Seguramente estás confundida. Eres muy joven aún. No sabes lo que quieres. Estás confundida, es eso. Tu realmente no eres... No eres... —comenzó su madre pensando en voz alta, diciendo aquello para sí misma en un intento de justificar la realidad y no racionalizarla tal cual como era. Era más fácil creer que su hija había sido mal influenciada y que ésta no sabía lo que quería, antes de creer que le gustaba una mujer.

Diana aún tenía los ojos bien abiertos e incapaz de hacer algo. Estaba congelada. Inmovilizada.

—¡Que te vistas! —le gritó su madre, haciendo que saliese de sus pensamientos en un brinco y enseguida comenzó a colocarse la ropa. Una vez estuvo lista, su madre la tomó del brazo y la condujo a al carruaje que las esperaba, con fuerza.

𝗟𝗮𝘀 𝗖𝗼𝘀𝗮𝘀 𝗾𝘂𝗲 𝗝𝗮𝗺𝗮́𝘀 𝘁𝗲 𝗵𝗲 𝗗𝗶𝗰𝗵𝗼 [𝘋𝘪𝘢𝘯𝘯𝘦]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora