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El día había despertado gris en Desembarco del Rey, con una neblina espesa que se enredaba entre las torres de la Fortaleza Roja como si los antiguos dioses hubieran descendido a caminar entre los vivos. Los jardines del castillo estaban vacíos, como si incluso los pájaros hubiesen decidido guardar silencio.
Jaehaera caminaba descalza sobre la hierba húmeda, envuelta en un manto blanco que le rozaba los talones. A su alrededor, las rosas negras de Essos, importadas años atrás para su madre, florecían en un rincón del jardín oculto, donde nadie se atrevía a interrumpirla. Era un sitio que ni las doncellas visitaban. Allí, entre el perfume amargo de las flores oscuras, la princesa encontraba refugio del mundo.
Ella no hablaba con nadie si no era necesario. Sus palabras, cuando las pronunciaba, eran suaves y distantes, como si estuviera respondiendo desde un lugar muy lejano del que nadie podía regresar. No lloraba, no reía. Solo existía. A veces pasaba horas enteras mirando las ramas de los árboles, o escuchando cómo el viento se colaba por los muros antiguos. Era como si estuviera buscando algo que no sabía nombrar. Como si hubiera partes de sí misma que no habían llegado al mundo con ella.
Un niño pequeño, un escudero con los cabellos dorados, pasó corriendo por el jardín, tropezando con una raíz. Cayó, y el grito le salió ahogado. Jaehaera lo miró, sin moverse, sin inmutarse. Pero no con crueldad. Lo observó como se mira el agua cuando cae una piedra en ella: con una melancolía antigua. Cuando el niño se levantó y la vio, hizo una torpe reverencia y huyó. A su espalda, ella volvió a quedarse sola, como siempre lo había estado.
Horas más tarde, fue encontrada sentada bajo una pérgola, sosteniendo una rama seca entre sus dedos. Su septa, Lady Nyrra, la observaba desde lejos con una mezcla de temor y ternura. Sabía que la joven princesa no estaba loca, como decían los rumores en la corte. No era eso. Había en ella una sensibilidad tan profunda, tan incomprendida, que el mundo la confundía con desvarío.
Jaehaera, a diferencia de su alegre y torpe hermano, Jaehaerys, era una niña de apariencia delicada pero personalidad agridulce, quiza endurecida ante la falta de cariño que su padre, el príncipe aegon.
Su única amiga —si tal palabra podía aplicarse a un lazo tan frágil— era Lady Rhea Lannister, hija menor de Lord Tyland. Tenía su misma edad, y compartían las tardes cuando las costumbres lo permitían, aunque Rhea hablaba mucho más de lo que Jaehaera parecía dispuesta a escuchar. Aun así, ella no la alejaba. Tal vez porque Rhea no exigía respuestas, ni sonrisas, ni afecto. Solo presencia. Y eso, para Jaehaera, era suficiente.
Esa tarde, mientras las campanas lejanas anunciaban la sexta hora, Rhea entró en el jardín oculto. Vestía un abrigo escarlata con bordados dorados, con su cabello recogido en un moño delicado que contrastaba con su rostro sonrosado por el viento. Al ver a Jaehaera, se detuvo un instante, como si pidiera permiso con el silencio. Luego se acercó despacio, sin tocarla.