Capítulo 2 (2.1)

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La mañana saludó con un silencioso amanecer. Greena se dio vuelta en su cama de espigas de paja. Podía quejarse de muchas cosas, pero su cama no era una de ellas; a pesar de que las baldosas del suelo conservaban el frío del viento que se colaba por las ventanas sin cristales, ella tenía una cobija de lana que la hacía dormir como reina.

Ese día viajarían de regreso a la villa de su amo en la Ciudad de las Tres Montañas, así que tenía que levantarse. Primero se desperezó y miró a su alrededor. Su cuarto en realidad parecía una celda por lo reducido del espacio y la pequeña ventana que poseía, pero a ella le gustaba, especialmente porque se sostenía por columnas dibujadas con líneas plateadas que ascendían en espiral hasta tocar el techo.

Además de su cobija de lana, Greena no poseía nada más que una cadena de plata cuyo dije era un gato en posición de salto, su peine y tres vestidos, de los cuales uno era para el día mientras que los otros dos permanecían guardados en su morral de cuero. Ahora añadía a sus posesiones dos corazones de piedra, pero la lista concluía ahí, porque todo en su vida dependía de la aprobación de su amo, quien generalmente era muy avaro con su fortuna.

Escuchó unos pasos provenientes de las escaleras de caracol y se incorporó como rayo tratando de alizar su enmarañado cabello. Respiró aliviada cuando frente a ella se detuvo una chica de cabello cobrizo, mirada cristalina y semblante ensombrecido. Menos mal que no era Radamis. Las mañanas eran mucho más agitadas si él merodeaba por los pasillos exigiendo desayuno, en cambio, la chica de cobre no pareció mirar nada en particular al dirigirse a Greena:

—El amo dice que partiremos ahora —dijo con voz monótona. La pobre chica no podía hacer más. Eso era lo que en realidad pasaba con las criaturas que perdían su corazón: dejaban de sentir, de tener voluntad propia, acataban las órdenes de quienes poseían su corazón sin poder resistirse. Para Greena era la muerte en vida.

—De acuerdo, necesito lavarme. Dile al amo que no demoraré mucho.

Observó cómo la chica de cobre caminaba de vuelta a la salida y suspiró sin entender por qué su situación era diferente... por qué ella sí podía sentir.

Aquel pensamiento no la abandonó cuando se aproximó al pozo escondido en la penumbra. Se desvistió y se enjabonó todavía metida en sus cavilaciones. Después de enjuagarse en silencio, tomó un trapo que había dejado doblado detrás del pozo y se secó poniendo especial énfasis en su largo cabello. Al terminar, regresó junto a su cama y sacó su peine del morral, cepillándose con parsimonia. Le tomaba tanto tiempo aquel proceso, que decidió que seguiría peinándose en el camino a la villa, por lo que se puso el morral al hombro y abandonó aquella habitación en la que las columnas eran su única compañía.

Su amo la esperaba en el pasillo principal junto a las dos jóvenes que parecían muertos vivientes. La princesa de blanco, la nueva, no le dedicó una sola mirada. De cualquier modo, tampoco era como que pudiera; su mirada estaba vacía. Greena anticipó el aburrido viaje que tenía por delante. Esos tres eran la peor compañía posible. Principalmente porque ninguno hablaba. Radamis siempre ignoraba la existencia de Greena y se ocupaba de sus negocios, mientras que la chica de cobre permanecía con la mirada ausente. La joven de blanco no sería un caso distinto.

Los dos soles ya tomaban una posición alta en el firmamento cuando salieron volando del acantilado. Planearon un rato bajo el clima seco y aterrizaron en una planicie en la que los esperaba un reptil de púas. Esta criatura, de entre todas las desérticas, era la más apta para viajes largos, pero como sus púas imposibilitaban un viaje sobre su lomo, los seres de categorías habían diseñado un ingenioso cubo negro que se amarraba con arneses alrededor de su tronco y fungía como cabina de transporte. Su interior evitaba el contacto con las púas, pero, sobre todo, aislaba de los ardientes rayos de ambos soles.

Lazos de Oro y Plata: Leyenda De Oro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora