Un Vistazo al Porvenir

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Desde que tengo memoria, la fotografía ha sido una pasión que me ha acompañado en cada rincón de mi vida. Cada vez que poso mis ojos en una imagen de mi familia, cuidadosamente enmarcada y dispersa por los muebles de nuestro hogar, una oleada de felicidad indescriptible me invade. Es como si esos momentos, esos instantes congelados en el tiempo, cobraran vida de nuevo, permitiéndome revivirlos con una intensidad renovada, como si los protagonistas de esas escenas, nosotros mismos, salieran del marco para danzar una vez más ante mis ojos, revelando matices y detalles que había olvidado.

Hay ocasiones en las que, al contemplar esas imágenes, siento un nudo en la garganta y las lágrimas amenazan con brotar. Quisiera detener el tiempo, regresar a ese abrazo reconfortante de mis padres y refugiarme en su amor, sin preocupaciones sobre el mañana. Recuerdo la primera vez que sostuve una cámara entre mis manos, apenas con cinco años, mientras mi padre me enseñaba los rudimentos de la fotografía, asegurándome que algún día sería mía. Con el paso de los años, asumí el papel de fotógrafa familiar, inicialmente sintiéndome importante y, más tarde, algo abrumada por la responsabilidad. Sin embargo, a pesar de las molestias que sentia en mi adolescencia, descubrí que disfrutaba genuinamente de capturar esos momentos.

El ver las expresiones de alegría y satisfacción en el rostro de mis seres queridos, al contemplar mis fotografías me llenaba de una felicidad especial, alimentando mi deseo de superarme en cada toma. Me esforzaba por atender cada detalle, buscando el ángulo perfecto que resaltara su belleza y, al mismo tiempo, me maravillaba con la imagen reflejada en el visor, admirando la esencia de cada uno de ellos que quedaba plasmada en la instantánea. Cada clic del obturador se convertía en un acto de amor y dedicación hacia mi familia, una manera de preservar para siempre esos preciosos recuerdos que atesoro en lo más profundo de mi ser.

A menudo, me encontraba sumida en la frustración al escuchar críticas sobre la apariencia física de mis seres queridos en las fotografías que tomaba. Sus comentarios, señalando imperfecciones y lamentando que las imágenes los hacían ver menos atractivos, me agotaban ¿Por qué no podían percibir lo mismo que yo veía a través de mi lente? Sin embargo, con el tiempo, llegué a comprender que nuestra percepción siempre tiende a enfocarse en lo que nos disgusta primero, antes de apreciar lo que realmente importa. Reflexionando sobre mis propias reacciones cuando era retratada y consideraba que no salía bien, me di cuenta de que caía en la misma trampa. Aunque debo ser honesta, en ocasiones las críticas no eran del todo infundadas; había que admitir que algunas de las fotografías realmente no reflejaban la belleza y la esencia de mis seres queridos de la manera que deseaba. Sin embargo, aprender a aceptar estas imperfecciones y a encontrar la belleza en lo cotidiano se convirtió en un proceso de crecimiento tanto personal como artístico para mí.

La parte que más disfrutaba del proceso era la edición de las fotos. Me sumergía por completo en esa tarea, encontrando un gran placer en cada ajuste y mejora que realizaba. Siempre me tomaba muy en serio este aspecto y no podía ignorar las peticiones de que no era necesario editarlas. Para mí, si iba a hacer un trabajo, tenía que hacerlo bien; dejarlo a medias simplemente no era una opción.

La edición de las fotos era un proceso meticuloso que requería tiempo y dedicación. No quería que ningún detalle se escapara, lo que a veces se traducía en largas horas frente a la pantalla, perfeccionando cada aspecto de la imagen. Mi obsesión por el perfeccionismo en todo lo que hacía, seguramente tenía mucho que ver con esto. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, mis padres comenzaron a perder la paciencia, ansiosos por presumir las fotos terminadas. Esta presión adicional generaba estrés, especialmente cuando aún tenía una gran cantidad de fotos por editar y seleccionar. A pesar de mis quejas ocasionales, sabía que esta situación era en gran medida autoimpuesta. Me había metido en esto por mi propia voluntad y, en última instancia, disfrutaba del desafío y la satisfacción de crear algo hermoso a través de la edición fotográfica.

Al principio, nunca imaginé que la fotografía llegaría a ocupar un lugar tan significativo en mi vida. Para mí, nunca fue más que un pasatiempo, algo que disfrutaba hacer en mi tiempo libre. Tuve innumerables conversaciones con mis padres al respecto: en el auto, durante las comidas e incluso en momentos de relajación cuando no quedaban temas de conversación. Ellos siempre insistían en que la fotografía debería quedarse como un simple hobby, sin aspiraciones profesionales. Entendía su preocupación, especialmente siendo la mayor, sentía la responsabilidad de dar un buen ejemplo a mi hermana menor. Sin embargo, por más que intentara resistirlo, no podía evitar sentir una fuerte atracción hacia capturar imágenes en cada lugar que visitábamos, siempre tratando de reflejar la esencia del momento.

Mis fotos se convirtieron en algo más que simples instantáneas; se convirtieron en mi forma de expresión. En mi blog, las acompañaba con poemas improvisados, capturando no solo la imagen visual, sino también las emociones y pensamientos que me surgían en ese instante. A medida que me sumergía más en este mundo creativo, me di cuenta de que la fotografía no solo era un hobby, sino una parte fundamental de mi identidad y mi forma de ver el mundo. 

Fue como un golpe de realidad que no estaba completamente preparada para enfrentar. Había prometido engañarme a mí misma, convenciéndome de que respondía sinceramente a mis padres sobre mis aspiraciones. Supongo que mi temor a confrontarlo radicaba en que, históricamente, mis intereses siempre habían gravitado hacia lo artístico, lo cual, siendo brutalmente honesta, a menudo se interpreta como un camino sin futuro. Durante algunos días, me sumergí en la tristeza, incapaz de visualizarme entregada a otra pasión, que no fuera sostener una cámara en mis manos. Intenté ocultarlo con todas mis fuerzas, pero fue inevitable disimular las expresiones involuntarias de mi cuerpo y los ojos vidriosos que delataban mi angustia. Nos encontrábamos en un lugar público, los tres reunidos para merendar sin la presencia de mi hermana. Me sentía tan avergonzada por no poder contener las lágrimas que, desesperadamente, intentaba cubrir mi rostro con las manos.

Las voces de ambos intentaban calmarme, aunque con un toque de desdén al bromear sobre lo joven que era para sentirme tan afectada, como si estuviera al borde de la muerte. Pero, ¿no era así? Siempre me habían inculcado la idea de que terminaría muriendo de hambre si no elegía una profesión respetable y lucrativa. Y para ser honesta, solo era una adolescente en ese entonces, que luchaba con la idea de que su único talento aparente era tomar fotografías, y sin mencionar el miedo constante, de decepcionar a quienes siempre le habían brindado un plato de comida y un techo sobre su cabeza. Anhelaba con fervor que en algún momento mis gustos pudieran alinearse con las expectativas impuestas sobre mí, pero mis plegarias nunca fueron escuchadas. Esta constante búsqueda de armonía entre mis preferencias personales y las presiones externas se convertía en un conflicto interno que parecía no tener fin. ¿Acaso era posible encontrar un punto de encuentro entre lo que deseaba para mí y lo que se esperaba que fuera? La lucha por encontrar mi propia voz en un coro de opiniones ajenas se volvía más intensa cada día. ¿Qué tan profundo tendría que mirar dentro de mí para encontrar la fuerza necesaria para desafiar las expectativas y seguir mi propio camino? 

Con el transcurso del tiempo, adquirí las herramientas necesarias para dirigir mi energía hacia mi propia felicidad, dejando de lado las expectativas y opiniones ajenas. Decidí seguir mi pasión por la fotografía con determinación y sin reservas. Disfruto cada dia, porque me sumerjo en este mundo creativo con gratitud, sabiendo que dar ese paso gigante hacia la autenticidad fue una de las decisiones más valientes y liberadoras que he tomado. No hay un solo instante en el que no me sienta agradecida por haber tenido el coraje de seguir mi corazón y perseguir mis sueños. Ahora, cada momento se convierte en una celebración de mi libertad.  A través de la fotografía, he encontrado un sentido de propósito y realización que trasciende cualquier expectativa externa. Cada clic del obturador es un recordatorio de la belleza de ser fiel a uno mismo y de vivir la vida con pasión y autenticidad.

Mi nombre es Maitane Boyle. Te invito a enamorarte conmigo ¿Aceptas?

Colorimetría del AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora