Capítulo 3.

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Él, a sus 35 años, lleva la historia de su vida escrita en el rostro. La luz tenue del hospital se refleja en su cabeza calva, un espejo del camino árido que ha recorrido. Sus ojos, una vez llenos de vigor, ahora yacen cansados, rodeados de sombras que hablan de noches consumidas por el insomnio y sustancias que prometían olvido pero dejaban huellas indelebles.

La piel de Manuel, pálida y tensa, es el lienzo de una lucha constante contra demonios internos que se alimentan de alcohol y drogas, sustancias que buscaban silenciar el dolor pero que solo lograban amplificar el vacío. A pesar de su juventud, las arrugas en su rostro son surcos profundos, cada uno narrando una batalla interna, un grito silencioso en la oscuridad de un alma atormentada.

Los pensamientos suicidas merodean por su mente como aves de presa, oscureciendo el cielo de su existencia con la promesa de un escape que nunca llega. Pero es la disociación, ese cruel trastorno, el que más lo aflige. Como un fantasma, le roba momentos de realidad, sumergiéndolo en un mar de desconexión donde las orillas de su propia identidad se desvanecen.

En este abismo, el hombre se encuentra a menudo perdido, flotando en un limbo donde el tiempo y el espacio pierden significado. Es un lugar solitario, un universo paralelo donde la conexión con el mundo tangible es tan efímera como el roce de una brisa. Aquí, en este rincón olvidado del hospital, Manuel lucha por regresar, por tender puentes sobre el vacío que lo separa de la vida que una vez conoció.

Cada día era una batalla, cada momento de lucidez es una victoria efímera en la guerra contra su trastorno. Pero aún en la profundidad de su desesperación, hay una chispa de esperanza, un anhelo de redención que se niega a extinguirse. Manuel, el hombre que enfrenta la tormenta dentro de su mente, sigue adelante, buscando la luz en la oscuridad, dando un paso a la vez.

La mañana en el hospital había comenzado con la rutina habitual, pero había una tensión palpable en el aire mientras Cecilia y la doctora Scheper se preparaban para enfrentar el día. Caminaban por el pasillo con un propósito claro, sus pasos resonaban en el silencio de las primeras horas, interrumpido solo por el ocasional murmullo de otros pacientes y el personal.

Cecilia revisaba mentalmente las notas del día anterior, recordando los detalles del caso de Manuel, su historia, sus luchas. La doctora Scheper, con años de experiencia a sus espaldas, mantenía una expresión serena, aunque sus ojos revelaban la preocupación que sentía por cada uno de sus pacientes.

Al acercarse a la habitación de Manuel, ambas intercambiaron una mirada de entendimiento. No necesitaban palabras para comunicar lo que ambas sabían: que estaban a punto de entrar en el mundo de un hombre cuya vida estaba marcada por el dolor y la lucha constante contra sus propios demonios.

Cecilia tomó una respiración profunda, preparándose para la carga emocional que sabía que vendría. La doctora Scheper, con una mano en el pomo de la puerta, hizo una pausa, dando a Cecilia un momento para centrarse.

Con un gesto suave pero firme, la doctora Scheper abrió la puerta. Los primeros rayos del sol matutino se colaban por la ventana, iluminando la habitación con una luz que contrastaba con la oscuridad que Manuel sentía en su interior. Allí estaba él, sentado en la cama, su figura envuelta en las sábanas, los vendajes en sus brazos y un recordatorio crudo de su reciente crisis emocional que lo había terminado de quebrantar.

— Buenos días, Manuel. — Saludó Cecilia, su voz era un hilo de optimismo en la penumbra de la habitación del hospital.

Manuel levantó la vista, sus ojos reflejaban la fatiga de un alma que había luchado demasiado y por demasiado tiempo. - Buenos días.

El Hombre asintió levemente al verlas ingresar, su mirada aún nublada por la confusión de su trastorno, no había ni un atisbo de curiosidad en sus ojos. Solo tristeza, cansancio y deseos de tirar todo por la borda.

Lo que habita en sus mentes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora