Capítulo 4 ☀️

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Hubo una noche a mis doce años que me saltó una publicidad en internet mientras leía a escondidas en la computadora del salón en casa, devuelta en Cali

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Hubo una noche a mis doce años que me saltó una publicidad en internet mientras leía a escondidas en la computadora del salón en casa, devuelta en Cali. La publicidad decía algo así como un libro de mala suerte; cosas que hacías, tendrías un cometa de mala suerte persiguiéndote por el resto de tu vida. Me llamó la atención y pensé en lo estúpido que sonaba eso.

No podía ser cierto.

Así que lo hice. Anoté en mi libreta de quehaceres e hice punto por punto cada día de la semana. Probé de todo. Me metí bajo escaleras. Le gruñí a gatos negros con rabia. Me miré en un espejo agrietado. Todo. Y el plan era probar que nada de eso era cierto. Que por mucho que cruzase sobre una grieta en el suelo, no existía tal cosa como la mala suerte.

Vaya. Ahora veía cuan equivocada estaba porque este día se había convertido en una fehaciente señal de que la mala suerte sí existía. Y yo la había invocado completamente para mí.

—¿Puedes abrir la ventana?

Escuché a una voz apagada a través de los auriculares que me había clavado dentro de las orejas. Miré, vagamente, sobre mi hombro para encontrarme con sus ojos escrutándome. Tenía un libro descansando sobre el regazo y las piernas estiradas hasta perderse en los asientos delanteros, porque claramente el espacio era diminuto.

—No. —Fue lo que contesté antes de reanudar el video que estaba mirando en mi Ipad. Era un documental acerca de ballenas asesinas. Y era lo único que me mantenía cuerda entre toda la locura que estaba sucediéndome. Parecía mi mayor pesadilla hecha realidad. ¿Por qué diablos se me cumplen las pesadillas y no los sueños?

Otra vez, su voz retumbó con más fuerza que antes. Me llegó firme y elocuente. Y no supe el porqué hasta que me llevé una mano a la oreja y comprobé que mi auricular había sido arrancado de su lugar.

—Necesito leer esto. Y para eso necesito luz. —Fue lo que dijo. El tono de su voz era una varianza de tonalidades que apenas recordaba. Lo suficientemente grave como para prestarle atención. Pero al mismo tiempo era suave y condescendiente.

No le dirigí la mirada cuando abrí la boca para responder.

—Y yo estoy viendo mi documental. No necesito luz. Además, si quieres luz puedes encender esa lucecita del techo o usar la linterna de tu teléfono. Lo que prefieras, me da exactamente lo mismo.

Le escuché suspirar hondo.

Me volví a acomodar el auricular en el oído, reanudé el video y de inmediato, el sonido de las ballenas y el mar me inundaron opacando todo lo demás. No mentiré. Me encontraba tensa en mi sitio. Apenas podía moverme sin llegar a rozarle la pierna y eso me causaba escalofríos. El olor de su perfume aplacaba cualquier otro aroma suspendido en el avión. Me atrevería a pensar que todos los pasajeros podíamos olerlo; una fragancia viril y ostentosa que me resultaba absolutamente desagradable a la nariz.

El verano que nos juntó © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora