Capítulo 8 ☀️

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—Bueno, me parece que es hora de irse a dormir.

Mi madre se acercó a mi padre quién se había abierto todos los botones de la camiseta de playa que llevaba puesta. Él se rehusaba a abandonar la pista de baile en la que se había instalado desde hace más de una hora junto a una botella de algún licor caro que le suministró un camarero. Fue una tentación que no pudo resistir, pese a que le había prometido a mi madre y a todos que no bebería más por esta noche luego de la primera copa de vino.

—¡No quiero ir a ningún lado, Laurita! Quiero casarme con este bourbon —apostilló, bamboleándose como un koala en una rama.

Mi madre suspiró mientras Majo se acerca a echarle una mano.

—Papá, pero ya estás casado —le acordó ella.

—¿Qué? ¿Con quién? ¡No me digas que...! —La miró con los ojos saltones de la cantidad de embriaguez en su cerebro—. ¿Selena Quintanilla ha aceptado mi propuesta?

—Serás idiota, Juan Alfonso de Jesús. Esa mujer está muerta —repuso mi madre, cubriéndose la cara con vergüenza.

Mi padre deslizó sus ojos de Majo hacia ella.

—¡¿Qué?! —Se pegó la botella contra el pecho y sus rodillas se doblaron al punto que el prometido de Val y su hermano, el intruso, tuvieron que ir a socorrerle—. ¡No puede ser! ¡Qué hemos hablado ayer!

Val que se encontraba a mi lado, estaba conteniéndose la risa y Fer había decidido sacar la nariz de su móvil para reírse también. Era muy gracioso ver a mi padre cuando se ponía borracho. Su metro sesenta y seis arrastrándose por el suelo y fantaseando con sus ideas erotomaníacas era algo que me había olvidado lo gracioso que podría llegar a ser. Era uno de esos borrachos inofensivos con grandes sueños y pocas neuronas conectadas a su red cerebral.

Mi madre se viró hacia nosotras.

—Ya dejen de burlarse y ayúdenme a meter a esta bolsa de papas calva dentro del estúpido ascensor —nos reprendió severa.

Val y yo nos levantamos entre risas de la mesa y nos enganchamos a cada brazo de mi padre, quien apenas podía caminar sin trastabillar y advertir con caerse de jeta. Lo llevamos al ascensor, mientras el pasillo entero se saturaba de su llantén melodramático.

—¿Cómo ha muerto, mi Selenita? —gimoteó, estremeciéndose y haciendo que Val y yo nos meciésemos. 

—Creo que la han matado —informó Val.

Mi padre emitió un chillido tan agudo que se me apretaron los dientes dentro de la boca.

—¿Quién ha hecho semejante pecado a mi santa?

—La presidenta de su club de fans —le expliqué, esmerándome por recordar aquella desbastadora noticia que yacía enmarcada en el mejor portarretratos que decoraba la sala de estar de nuestra casa en Colombia.

El verano que nos juntó © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora