Capítulo 7 ☀️

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La villa era más grande de lo que se veía desde afuera. Tan solo cruzar la puerta te encontrabas con una enorme salita decorada con mueblecillos color crema y un suelo rustico. A un lado se encontraba una puerta corrediza que se abría hacia una piscina privada. ¡Nunca había estado en un sitio con una piscina para mí sola! Luego tenías la habitación propiamente dicha. Una cama enorme con cuatro pilares que la empotraban. Gruesos edredones de color crema y cuatro almohadones felpudos. El baño quedaba fuera de la habitación, el techo era una enredadera de plantas exóticas y el piso era de piedra.

Cada artilugio desprendía un aroma a madera y sales aromáticas que creaban un microclima de intimidad y serenidad. Me puse las manos en la cintura y eché una ojeada al reloj que me atronaba en los tímpanos. Ya el atardecer se había encargado de ponerse, pero me lo perdí al quedarme explorando el que sería mi espacio durante la próxima semana.

Tenía que asistir a la cena familiar de esta noche. No mentiré, estaba muerta del miedo por encontrarme de nuevo con mi familia. Hace mucho no le veía. Bueno, en realidad hace casi un año. Pero, por alguna razón lo que más me llenaba de ansías era el hecho de que me verían aparecer sola y no eran tontos, enseguida notarían que algo había sucedido con Antoine.

Maldito Antoine. Su recuerdo era como un ancla que arrastraba a miles de kilómetros de distancia. Incluso, de este lado del mundo, no podía deshacerme de su estúpido recuerdo. De su presencia a mí alrededor. De todas las promesas que me metió dentro del pecho, que había regado hasta verlas germinar para luego dejarlas marchitar.

Sacudí la cabeza y decidí borrar a Antoine de mi cabeza por esta noche. Me inventaría alguna excusa para evadir el tema durante la cena. Y, si tenía suerte, mi familia dejaría el tema estar.

Administré mi tiempo lo mejor que pude. Me duché en menos de diez minutos, aunque me vi tentada a permanecer en la ducha un poco más probando las sales aromáticas como cortesía del resort. Salí del baño envuelta en una minúscula toalla y tumbé la maleta en la cama. Eché todos mis trapitos fuera de ella y los vi desbordarse por el suelo. Contemplé los atuendos que me había traído de casa y maldije para mis adentros.

¿Acaso había hecho la maleta borracha?

Sostuve el puñado de bikinis que dejaban poco a la imaginación y me mordí el labio al recordar que Frank los había visto. Y sentí que las piernas me temblaron cuando su sonrisa burlona me invadió la cabeza. Esa maldita sonrisa de dientes perfectos. Porque... vale, lo odiaba. No me simpatizaba. No me hacía gracia y, desde luego, que lo repugnaba. Pero no era ciega. Digo, tengo alto grado de miopía y astigmatismo y uso lentes de contacto porque de lo contrario, me la viviría con el culo en el suelo. Más debía aceptarlo. Y cómo me molestaba. El cabroncito tenía un atractivo que hasta los ciegos y miopes podíamos notar.

Decidí dejar de pensar en mi vecino enemigo y me obligué a meter el cuerpo dentro de un vestido amarillo. Era suelto y fresco. Tenía un escote disimulado en la parte frontal que ofrecía una pequeña vista del canalillo entre mis pechos. Pero no llegaba a rozar lo vulgar. Era sencillo, delicado y lo suficientemente sexy. Desenvolví la toalla que tenía en la cabeza a modo de turbante y dejé a mi cabello caer suelto a mi espalda. Era castaño achocolatado y me resaltaba con la piel tostada. Me hundí los dedos en el cuero cabelludo y lo peiné hacia un lado. No me gustó. Probé hacia el otro lado. Me gustó lo mismo que a Taylor Swift le agradaban las Kardashian. Finalmente, y luego de varios intentos fallidos, opté por dejarlo con el partido en el medio.

El verano que nos juntó © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora