Prólogo

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Harry Styles siempre supo que moriría joven.

Oh, pero no de niño. El pequeño Harry nunca había tenido motivos para pensar en su propia mortalidad. Sus primeros años habían sido la envidia de cualquier muchacho de su edad, una existen­cia perfecta desde el mismo día de su nacimiento.

Cierto que Harry era el heredero de un antiguo y rico viz­condado, pero lord y lady Styles, a diferencia de la mayoría de parejas aristocráticas, estaban muy enamorados, y el nacimiento de su hijo no fue recibido como la llegada de un heredero sino como la de un hijo.

Por lo tanto no hubo más fiestas ni actos sociales, no hubo más ce­lebraciones que la de una madre y un padre contemplando maravilla­dos a su retoño.

Los Styles eran padres jóvenes pero sensatos —Desmond ape­nas tenía veinte años y Anne sólo dieciocho — y también eran padres fuertes que querían a su hijo con un fervor e intensidad poco común en su círculo social. Para gran horror de la madre de Anne, ésta insis­tió en cuidar ella misma del muchacho. Desmond por su parte nunca había aceptado la actitud imperante entre la aristocracia según la cual los padres no debían ver ni oír a sus hijos. Se llevaba al niño a sus lar­gas caminatas por los campos de Kent, le hablaba de filosofía y de poe­sía incluso antes de que el pequeño entendiera sus palabras, y cada noche le contaba un cuento antes de dormir.

Con una pareja tan joven y tan enamorada, para nadie fue una sorpresa que justo dos años después del nacimiento de Harry aparecieran más hermanos. Desmond hizo los ajustes necesarios en su rutina diaria para poder lle­var a sus hijos con él en sus excursiones; se paso una semana meti­do en los establos trabajando con su curtidor para idear una mochila especial que sostuviera a Harry a su espalda y que al mismo tiem­po le permitiera llevar en los brazos a los más pequeños.

Caminaban a través de campos y riachuelos y él les hablaba de cosas maravillosas, de flores perfectas y de cielos azules y claros, de caballe­ros con relucientes armaduras y damiselas afligidas. Anne se echaba a reír cuando los tres regresaban con el pelo despeinado por el viento, bañados por el sol, y Desmond decía:

— ¿Veis? Aquí está nuestra damisela afligida. Está claro que tene­mos que salvarla.

Y Harry se arrojaba a los brazos de su madre y le decía entre risas que la protegería del dragón que había visto arrojando fuego por la boca «justo a dos millas de aquí», en el camino del pueblo.

— ¿A dos millas de aquí, en el camino del pueblo? — Preguntaba Anne bajando la voz, esforzándose porque sus palabras sonaran car­gadas de horror—. Dios bendito, ¿qué haría yo sin estos alfas fuer­tes para protegerme?

— Gamma es un cachorro —contestaba Harry.

— Pero crecerá —le aclaraba siempre ella mientras le alborotaba el cabello— igual que has hecho tú. E igual que continuarás haciendo.

Aunque Desmond siempre trataba a los niños con idéntico afecto y devoción, cuando a última hora de la noche Harry sostenía contra su pecho el reloj de bolsillo de los Styles (que le había regalado por su octavo cumpleaños su padre, quien a su vez lo había recibido de su padre, también por su octavo cumpleaños), al muchacho le gus­taba pensar que su relación era un poco especial. No porque Desmond le quisiera más a él. A aquellas alturas los niños Styles ya eran cuatro (Sin contar a Liam, que básicamente era su hermano adoptivo), y Harry sabía bien que todos eran muy queridos.

No, a Harry le gustaba pensar que su relación con su padre era especial porque le conocía desde hacía más tiempo. Así de sencillo. Conocian a su padre desde hacía ocho años menos que él y siempre sería así, le gustaba recordarse a sí mismo.

El alfa que me amo (Larry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora