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Lauren.


Se me disparan las pulsaciones en cuanto la veo. Es ella. Siempre ha sido ella. Y está ahí sentada, con esa actitud serena que se esfuerza por proyectar ante los demás. Tiene las manos cruzadas sobre la mesa y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, de modo que algunos mechones de cabello enmarcan su rostro . Me fijo en la piel suave de su cuello, en la curvatura de sus hombros…


 —Por favor, Señora  Jáuregui, pase por aquí y ocupe uno de los asientos.

Trago saliva e intento parecer más segura de lo que me siento. Camino hasta el centro del impersonal despacho, le tiendo la mano a su abogado y me acomodo frente a ella. Levanta la vista. Nuestras miradas se entrelazan, se enredan en una sola y no sé si voy a ser capaz de deshacer esenudo. Quiero seguir atada a ella, a esos ojos.


 —Camila… —comienzo a decir, pero no sé cómo seguir y su nombre se pierde en mis labios. Noto la boca espesa. A pesar de ser media tarde, aún me duran los efectos del alcohol y la desolación de la pasada noche; un par de aspirinas no pueden enmascarar las emociones que me acechan.


 —Por lo que veo, sigue pensando que no necesita un abogado —dice el hombre dirigiéndose a mí. Lleva el nudo de la corbata mal hecho y no deja de toquetear con sus gruesos dedos el botón superior de la americana que viste.


 —Como aseguré en su momento, no, no lo necesito. Hace unas semanas ya acordamos por teléfono que ella se quedaría con el apartamento y la mitad del dinero.


 —Exacto. Y mi clienta debería abonarle el valor proporcional de la mitad el piso.

Él revisa algunos papeles que ha dejado sobre la mesa llevándose un dedo a los labios cada vez que pasa una hoja.


 —No, no quiero —declaro.

Veo que Camila presiona los labios.

 —Es lo justo —interviene su abogado.

 —No me importa.

 —Lauren, no discutas. Hagámoslo por la vía fácil.

Me estremezco al oír finalmente su voz, después de tantos meses, después de tanta ausencia…

Llena la habitación. Me llena a mí.


 —Quiero que te quedes el piso. Y no me debes nada —insisto.

Su abogado nos mira alternativamente mientras permanecemos sumidas en un silencio tenso, retándonos con la mirada.


 —Los papeles ya están preparados —aclara ella—. Fírmalos, por favor.

Suspiro ante ese ruego. Quiero complacerla, de verdad que sí… pero no puedo. No así. Sin embargo, la conozco lo suficiente como para saber que no cederá, no lo hará. Pero solo pienso en que no puedo dejarla sola, tan frágil, tan lejos de ser ella misma. Ojalá pudiese entrar en su mente y
m

anejar todas sus ideas a mi antojo; eliminar el sufrimiento, colorear las zonas grises, reparar lo que se ha roto… porque ese es el único modo de arreglar también todo lo malo que hay en mí.


 —Terminemos ahora con esto —susurra.

El dolor sigue ahí, en sus ojos marron. Puedo verlo. También me fijo en las ojeras que ensombrecen su mirada y en la piel de su rostro, más pálida y apagada de lo normal. Tiempo atrás,
C

amila siempre fue capaz de representar una obra de teatro diaria para cualquier persona que se
cruzase en su camino. Todos los que la rodeaban eran meros espectadores. Todos, menos yo. A mí siempre me dejó ver la verdad, los entresijos de su mente, los miedos que la comprimían. Me gustaba todo de ella. Lo bueno y lo malo. Todo.


 —Dame algo a cambio —digo.

El abogado tose, incómodo por la atípica situación, pero antes de que pueda inmiscuirse, Camila habla:


 —¿Qué es lo que quieres?


-Una cena. Una despedida.

-¿Una despedida? su rostro se contrae en una mueca de dolor antes de que consiga disimularlo.

-Solo tienes que prometerme eso y firmare lo que tú quieras.

Duda durante unos segundos.

-Está bien. Lo prometo.

Con delicadeza, desliza los papeles del divorcio por la pulida mesa de madera hasta colocarlos frente a mí. El abogado me tiende un bolígrafo. Suspiro hondo e intento ignorar la angustia que me sacude al saber que estoy a punto de perder definitivamente lo único que me queda en el mundo. Mi esposa. Mi vida. Mi mitad. Casi literalmente.

No leo nada y paso los papeles hasta ir directamente a la última página. Miro a Camila una vez más, pero ella tiene los ojos fijos en una pulsera plateada y trenzada que adorna su muñeca. Me doy cuenta entonces de que ya no lleva puesta la alianza de bodas.

No debería sorprenderme.

Cierro los ojos, cojo aire y trazo mi firma. Después, arrastro la silla hacia atrás y me pongo en pie. Me sujeto al borde de la mesa cuando noto que me tambaleo un poco. No pienso volver a beber.

No pienso hacerlo. El ardor de la garganta es insoportable, aunque ya no sé si se debe al alcohol o a la indiferencia que encuentro en su rostro.

-¿Mañana a las ocho de la tarde?-pregunto.

-Sí, de acuerdo.

-Pasaré a recogerte.

Me doy cuenta de que todavía sostengo el boligrafo y lo tiro sobre la mesa de mala manera. Les doy la espalda a ambos y salgo del asfixiante despacho sin decir ni una sola palabra más. Odio las putas despedidas. Tampoco podría haber pronunciado ni un simple «adiós», porque siento que me ahogo, como si algo me aplastase contra el suelo. Camino a trompicones por el bufete de abogados, paso de largo los ascensores y bajo las escaleras de dos en dos. Cuando salgo a la concurrida calle del centro de Valencia, alzo la mirada y me concentro en el azul cobalto del cielo, en las nubes de espuma, en los pájaros que izan el vuelo… en cualquier cosa, cualquier cosa que no tenga nada que ver con lo que acabo de dejar atrás.


Tempesta  (Adaptación a Camren  G!p) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora