Mi despertar resultó precipitado, pues mi abeja robótica me anunció el comienzo del día con una alarma insistente:
- bi, bi, bi, señorita Bea, hora de estudiar, bi, bi.
Desperté de forma apremiante, con el cabello revuelto y el rastro de saliva en la comisura de los labios. Entre sueños, protesté por cinco minutos adicionales, surgiendo un breve recuerdo del chico de la jornada anterior, quien me resultó especialmente notorio. Sopesando las circunstancias, me decidí a salir de la cama, estirando mis brazos enérgicamente.
Como era la costumbre matutina, me bañé y atavié, recuperando mi aspecto habitual. Al descender las escaleras, noté que las luces se encontraban apagadas, por lo que las encendí con desgana. En el refrigerador encontré una tostada, la cual unté con jalea y mantequilla de maní, degustándola con placidez antes de salir al exterior y acercarme a una pequeña colmena ubicada cerca de mi hogar.
- Tomen, las de hoy - les dirigí una sonrisa antes de despedirme de las abejas. - Adiós, pequeñas amigas. Espero verlas al regresar a casa.
Tomé mis enseres como de costumbre y abordé el tren, intentando ocupar un asiento en el nivel superior, sin embargo, infortunadamente, mi menor estatura me lo impidió. Opté, entonces, por acurrucarme en un rincón y leer un pequeño libro.
- Qué divertido - musité para mí misma, provocando miradas extrañas del resto de los pasajeros. Rápidamente, oculté mi rostro tras el libro para evitar las miradas curiosas.
Un chico con una bufanda similar a la del individuo que recordaba de días pasados pasó a mi lado, lo cual me llevó a levantarme y, sin titubeos, tomar su mano de manera sorpresiva. Al voltearse, el varón mostró confusión ante mi acto sin previo aviso.
- ¿Qué ocurre, niña? - inquirió, incapaz de comprender mi impulso.
Me vi compelida a mirarlo fijamente y, de inmediato, me disculpé por mi impertinente acción, mientras los presentes continuaban observándome, lo que me llevó a apearme en la siguiente estación disponible.
- ... Dios, Bea, no seas torpe. Ahora tendrás que caminar hacia la academia - me reprendí por mi conducta. - Bueno, yo misma me lo busqué.
Mientras corría a toda velocidad, maldecía mi acción anterior.
- Bea, eres una estúpida. ¡Te dije que no te bajaras! - me reprendí a mí misma, lo que provocó miradas de extrañeza de las personas a mi alrededor.
Continué corriendo y llegué casi a tiempo al aula. Todo parecía seguir su curso habitual. Observé mi clase detenidamente y las horas pasaron. Durante la tercera clase, divisé a lo lejos a una chica de cabello blanco cargando cajas con otro chico. Me tomé un instante para observarlos, pero mi profesor me golpeó suavemente en la cabeza.
- Señorita Bea, debe prestar atención en clase - mencionó el profesor con una leve sonrisa en su rostro.
Esta acción provocó risas instantáneas en el salón. La chica, herida, sacó la lengua.
- Soy tonta, jeje - comenté en tono de broma, aunque en realidad no me hizo gracia.
La clase llegó a su fin, y como de costumbre, las chicas me esperaron en la salida. Con el rostro marcado por los moretones, producto de una violenta paliza, sonreí con determinación y me alejé del lugar.
- Ha sido uno de esos días - murmuré mientras limpiaba la sangre en el baño de un parque cercano.
Los transeúntes me evitaban, como si mi presencia fuera un inconveniente más en su rutina diaria. Con la noche avanzada, regresé al mismo lugar donde había comprado comida para el día siguiente, y mi mente se llenó de recuerdos del día anterior.
- Este fue el lugar donde ese chico me tendió la mano - reflexioné - ¿Por qué me resulta familiar? Solo lo vi una vez.
Las estrellas parecían alinearse de nuevo, o tal vez era solo suerte. Una sombra se acercó, como si estuviera destinada a hacerlo.
Bea se encontró cara a cara con el chico, y una débil sonrisa se dibujó en su rostro. Cuando ambos pasaron uno al lado del otro, ella se detuvo y pronunció unas palabras que asustaron al chico, quien se volvió para mirarla.
- ¡Gracias por ayer! - exclamó Bea a pleno pulmón.
El chico de aspecto emo bajó la bufanda y respondió con suavidad: "De nada, Bea".
Confundida, Bea tomó la mano del chico, quien la miró directamente a los ojos bajo la luz de la luna, como dos luciérnagas en la oscuridad. Dos almas destinadas a un amor profundo en el futuro.
- ¿Cómo te llamas? - preguntó Bea luego de un largo silencio.
El chico sonrió levemente y susurró: "Me llamo Edgar, Bea. Hace tiempo que no nos vemos, veo que has crecido mucho".
Confundida, Bea no recordaba nada de él. Solo su rostro le resultaba familiar. Las palabras y la mirada de Edgar le demostraron que esto no era el comienzo, sino más bien el desentierro de un pasado olvidado.
Hace años, mi madre solía sufrir ataques de tensión y de hipertensión, los médicos decían que no podría tener un hijo, pero aquí estoy yo; sin embargo, quedó muy débil y tenía que ir al hospital eventualmente.
Fue en ese hospital donde conocí a Edgar, un chico introvertido que siempre se sentaba a mi lado. Después de dos meses, me formuló una palabra:
- Es molesto venir todas las semanas, ¿verdad? - murmuró Edgar sin mirarme.
A partir de ese momento, comenzó una amistad temporal con él, nuestras conversaciones en el consultorio iban desde hablar de abejas hasta sobre la eternidad de una semana. A pesar de su estado apagado, nunca le pregunté el porqué, pero sí le conté la situación de mi madre en múltiples ocasiones. Siempre lo consideré un amigo en el que podía confiar, ya que nunca tuve a nadie con quien mantener una conversación que no fuera por interés.
Después de seis meses, Edgar dejó de venir al hospital. Me sentí extrañada al principio, pero pronto me dejó de importar. Sin embargo, su ausencia me dejó sola en mi propio mundo.
Tal vez nunca fuimos cercanos, pero para mí, eso fue suficiente para considerarlo un amigo en el que podía confiar, aunque al final me sentí como una abeja solitaria.
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Bea x Edgar la historia de una abeja solitaria
Romanceveremos la trágica historia de nuestra protagonista y el enamoramiento de la misma