Capítulo nueve

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Violeta

Me muevo nerviosa por el inmenso salón de casa de mi hermana, con los auriculares en las orejas y el mismo audio sonando una y otra vez. Hace rato que he empezado a llorar, y desde entonces, no he podido parar.

Desde que ayer por la noche me llegó el audio, lo he escuchado un millón de veces, le he mandado más de mil mensajes, y he pensado muchas veces en salir de casa y plantarme en la suya para adelantar nuestro encuentro, pero soy incapaz de recordar dónde vive.

Queda menos de media hora para la hora acordada, y lo que más temo (aparte de que no aparezca) es que no podamos resolverlo. Que nos volvamos a quedar a medias.

Desde el principio, mi relación con Chiara se sintió cómo un sueño. Era atenta, cariñosa y me cuidaba como nadie. Me enseñaba música, y yo le ayudaba a escribir cuando se bloqueaba componiendo. Ella era la melodía y yo la letra. No sabía qué había hecho en mis vidas pasadas para tener a Chiara, pero estaba inmensamente agradecida, hasta que se enfrió todo.

Poco a poco, ella empezó a tener más trabajo; Bechirus comenzó a tener más números, los planes del primer álbum estaban cada vez más presentes y los conciertos con los dos EPs que habían sacado nos respiraban en la nuca. Yo todavía no trabajaba en el equipo directivo, por ese entonces, era camarera en un restaurante pijo, en el que los platos valían más de lo que ganaba en una semana. Una noche conocí a Marcos, que cenaba con la única compañía de una libreta con unas quinientas hojas, un botecito de tinta y una pluma. Vestía un jersey de cuello alto azul marino que combinaba con sus ojos, y el bigote y las gafas de pasta que llevaba en ese tiempo le daba un aire más intelectual. Aprovechando que el restaurante no estaba muy lleno, me acerqué a él, con la intención simplemente de saber qué estaba escribiendo tan concentrado. Llamé su atención y sus ojos azules se clavaron en los míos. Sin conocerme, me miraba con deseo. Como un niño a un caramelo.

Le atendí, igual que atendía a todos los clientes, pero por alguna razón, esa caligrafía tan bonita y cuidada que logré apreciar me hacía pasar por su lado todas las veces que pudiera.

La cosa quedó ahí, no me dijo nada al despedirse, y yo tampoco me esforcé en hacerlo porque empezaba a tener más trabajo.

Al día siguiente, una mañana de sábado en la que por fin libraba, quedé con Chiara. La estaba esperando, sentada en una terraza del centro de Barcelona, con el sol dándome directamente en los cristales de las gafas de sol y un jersey de punto, porque, aunque era diciembre y pegaba el sol, de vez en cuando el aire agitaba frío.

Disfrutaba de la sensación del sol sobre mi cuerpo, recostada en la silla de metal, con los ojos cerrados y un único auricular en la oreja reproduciendo una de las canciones que me había enseñado Chiara.

Abrí los ojos cuando sentí una presencia a mi lado, esperando encontrarme con unos ojos verdes que conocía a la perfección, un pelo castaño desenfrenado y una sonrisa que estaba deseando ver. Sin embargo, lo que recibí a cambio, fueron unos ojos azules, un pelo rizado perfectamente peinado, unas gafas de pasta y una camisa a cuadros gris.

—Hola —dijo con una voz más grave que la noche anterior.

—Hola —mi voz llevaba una mezcla de sorpresa, duda y curiosidad.

—¿Esperas a alguien?

Tenía una mirada tan penetrante, que por un momento sentí que me estaba mirando el alma directamente.

Lo que gritan los silenciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora