I
¿Es gratis la entrada a un Mundo de Fantasía? Anthony, al darse cuenta de que eso era lo que le faltaba para irse con la conciencia tranquila, estrechó respetuosamente los finos dedos de la doctora Natalie con su enorme mano, y después, suspirando, los soltó. Había algo triste y enigmático en el hecho de estrechar aquella mano calenturienta y débil. Sentía que se avecinaban muchas preguntas y casos clínicos el día de mañana; algo así como el
reconocimiento implícito de que Samantha no sería su cayado de guerra. No era igual a los demás doctores, era muy inferior, más importante, pues dependía ahora de un amo desconocido, pero grande y todopoderoso. Su secreto morboso y perverso en el cual recaía todas las noches para no llorar con locura.Bajó la escalinata con la intención de ingresar al asiento de un taxi, o sentarse al volante y esperar a que llegara Samantha para su nuevo viaje a las montañas encantadas, pero entonces su mente rebotó por última vez, aunque en realidad fue más un salto mortal que un rebote, una pirueta como la que da una moneda
cuando el árbitro la lanza al aire en el ritual previo al partido para
decidir quién empieza.Había contado que todas las cosas tienen un color, algunos más lindos que otros, pero absolutamente todo había copiado el color de las flores. Las flores... esas cositas aterciopeladas y olorosas que solía tocar y oler. La doctora Natalie le había enseñado a caminar sin miedo, moviendo alegremente el bastoncito hacia la derecha o a la izquierda, buscando obstáculos o haciéndola girar en el aire cuando quería demostrar que podía andar sin tener que utilizarlo y no llevarse los objetos por delante.
El bastón era Samantha Nahomi, y en esta oportunidad tenía que aprender a caminar sin ella. El callado lo iban a guardar en una sala contigua. Donde reinaría la oscuridad, las personas corrientes nunca entran y el fuego nunca se apaga.
Al volver en sí estaba cerrando la puerta del vestíbulo tras de sí, lanzándose a la oscuridad para rodear con las manos el cuello de lo Inminente. No sabía cómo sabía que aquel hombre malévolo no era un policía ni el encargado de
acompañarla a casa, pero ¿qué importaba? Lo importante era que lo
sabía, y se acabó. La cabeza le vibraba de indignación y furia. ¿Pero por qué? Si en realidad él no sentía nada por Samantha, inclusive todas las noches se decía a sí mismo que tenía que olvidarla y usarla simplemente como una amistad que nunca desecharía.¡Doblégate!
¿Debes doblegarte a la verdad?
¡Sí! ¡No lo pienses dos veces!
Este ingrato policía se llamaba Braulio.
Era un hombre joven, de apenas 35 años que había quedado viudo como consecuencia de una extraña nueva enfermedad que adquirió su difunta esposa. Siempre hacía de mediador cuando surgía algún conflicto de pasillo. Pero tenía una gran debilidad, aunque fuera un agente policial, que tenía el deber y la obligación de mantener el orden público; muchas veces no lo hacía, debido a que el mismo se había vuelto un ladrón; ¡Un ladrón de afecto!
Aunque un abrazo sea un acto de afecto, no es correcto hacerlo a personas desconocidas que quizás no lo quieren. A veces lo mejor es preguntar y asegurarse de que ese acto de amor será bien recibido. Su anemia de cariño no tenía cura establecida por la Organización Mundial de la Salud. Este ladrón tan extraño lo único que quería era un abrazo. Por eso le llamaban el ladrón de abrazos. Pero como robar abrazos no es delito, este curioso ladrón seguía haciendo de las suyas. Pero no lo hacía con todo el mundo, la protagonista de su desbordamiento de amor era Samantha Strasser.
Samantha le prodigaba unos cuidados extravagantes cambiándole las vendas de su herida cada doce horas. Al principio le había informado, con el aire impregnado de condolencias y empatía, que iría a visitarlo cada ocho horas, sin embargo el tiempo se fue reduciendo poco a poco hasta que terminaron charlando las 24 horas del día. Le aplicaba baños de alcohol para evitar alguna infección y le advertía del dolor que podría sentir.
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Cardiopatías y Escalofríos
Bí ẩn / Giật gân"Cuando yo era un niño mi padre era una figura que llegaba a aplaudir mis últimos logros, cuando iba creciendo era alguien que me enseñaba la diferencia entre el bien y el mal, ya en mi adolescencia era una persona que ponía límites a mis deseos, ho...