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    Los días transcurrieron con extrema lentitud, la primavera estaba por terminar y pronto llegaría el verano. La boda de su hermana con Charles Brandon se aproximaba y al considerarlo, Cécile sufría. No había amado al sujeto, de eso estaba muy segura, pero había albergado esperanzas e infinitas ilusiones en torno a él. Durante años, no hizo más que soñar con este. Era Charles el protagonista de cada uno de los libros y prosas que leía; era él su valiente príncipe en armadura. ¡Cuán tonta había sido! Tan ilusa, tan infantil. Se avergonzaba de ello ahora que había alcanzado la madurez. Por el contrario, le enorgullecía la manera en que había rechazado la propuesta del signor Mozzi. De haber ocurrido meses atrás, Cécile de seguro se hubiese sonrojado y puesto a temblar como una hoja. En cambio, logró permanecer digna frente al hombre, pese a que, en ese momento, su corazón se había hallado completamente desbocado.

Aquella había sido la primera vez en que un joven apuesto se había dirigido a ella para declarar sus muy ardientes afectos. Escucharle, le emocionó, pero también le aterró. Temía al daño que él pudiese causarle, si ella sucumbía a sus piropos.

No era este un hombre juicioso. Por el contrario, era un libertino impulsivo que acostumbraba rodearse de juerguistas y prostitutas. No era la clase de sujeto con quien una mujer decente desearía casarse.

¡Casarse con Stefano Mozzi! —se reprendió de su absurdo. Luego, se dejó caer sobre las mantas, y de inmediato, le vinieron a la mente los hermosísimos ojos del hombre, que eran tan azules, como el mar del mediterráneo.

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     El domingo siguiente, se reencontró con sus parientes en la misa. No se le permitió sentarse junto a ellos, pero sí acercárseles al culminar la ceremonia.

—Ven a casa con nosotros, habrá juegos también he preparado algunos postres —le propuso Sabina.

—¿Puedo ir, padre? —Cécile se dirigió a Asdrúbal y este tras una larga pausa, accedió.

—De acuerdo, pero deberás retornar al convento antes de que anochezca — condicionó.

Juntas, las mujeres salieron del templo y recorrieron la plaza hasta toparse con los hombres de la familia Mozzi. Lorenzo conversaba con otros empresarios venecianos mientras Stefano se entretenía correteando con sus hermanos menores, también con su pequeño sobrino quien había aprendido a caminar y no paraba de dar pasos por sobre el suelo de piedra. Verlo así, tan simpático y travieso, removió algo en su interior.

—Cécile vendrá a casa con nosotros —informó Sabina y los chicos (Fabio, Lucas y el pequeño Matteo) no disimularon su alegría. Estos se arrojaron sobre la bella novicia en busca de carantoñas y besos. Eran para con ella, muy afectuosos.

—Señorita Portiere —le saludó Stefano, ladeando galantemente la cabeza. Su actitud era la de todo un caballero, no obstante, la forma en que le miró fue pícara.

Ella había jurado nunca más dirigirle la palabra, sin embargo, rompió tal juramento, porque pensó, sería de mala educación el dar una escena en frente de su prima y demás familiares.

—Signor Mozzi —respondió fríamente y de inmediato, rehuyó de él.

Más tarde, al llegar a casa. Todos se relajaron. Jugaron charadas (adivinanzas), también con cartas en la sala de estar mientras hacían apuestas con caramelos y galletas. Comieron tanto que a los chicos les fue necesario tomar una siesta.

Posteriormente, Sabina y Lorenzo se habían excusado con su invitada, para estar algunos minutos a solas.

—Así que solo quedamos usted y yo —bromeó Stefano, pero Cécile no sonrió. Ella permaneció seria, sintiéndose nerviosa. No se fiaba de él, y por, sobre todo, no se fiaba de sí misma.

Pecar ContigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora