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España, 1535 D.C.


   Cécile Portiere acababa de cumplir los 18 años y su educación como dama de la nobleza había concluido; así lo había informado su institutriz, la señorita Dumont, a sus muy distinguidos padres. La joven tocaba el virginal (instrumento musical) espléndidamente y sabía expresarse con fluidez en español, inglés, francés e italiano. Era inteligente, de mente despierta y espíritu vivaz, gozaba de garbo y buenos modales. Por lo demás, el creador le había dotado de un cuerpo voluptuoso y un rostro precioso, de labios carnosos, nariz perfilada y exóticos ojos verdes. Era esta una criatura exquisita, digna de convertirse en la esposa de un duque como lo era Charles Brandon de Wellington.

—Es mi placer informarle que su hija se encuentra apta para contraer matrimonio, milord —afirmó la institutriz con orgullo, siendo que la doncella bajo su cuidado le era muy apreciada.

Don Luis Portiere, padre de la joven, sonrió complacido y de inmediato se dispuso enviar una carta a Inglaterra, donde el apuesto Charles Brandon residía junto a su muy poderoso padre. Por medio de la misiva, le informaba que Cécile había sangrado y que su educación había concluido exitosamente.

—Deberás casarte con ella —informó su progenitor y Charles no lo tomó de buena manera. Se divertía siendo un hombre soltero y disfrutaba de la vida de festejos e infinitos placeres que la Corte de Inglaterra le ofrecía, pero era un hijo obediente, por lo que acató la voluntad de su padre. Ordenó a los criados preparar las maletas y ensillar su caballo. Por la mañana, el lord inglés emprendió el largo viaje hasta la provincia española en donde su futura esposa aguardaba.

Le había visto contadas veces, durante la infancia y nunca en su adolescencia; no obstante, obligado por su padre, procuraba enviarle cartas mensuales, todas vagas y cargadas de poesía romántica, también costosos regalos. Sabía que Cécile Portiere era hermosa, muchos hombres así se lo habían comentado, y eso le reconfortaba de cierto modo, aspiraba poder sentir pasión por ella. De ese modo, su vida juntos les sería más llevadera.

El encuentro tuvo lugar una tarde de primavera. Ella se mostró para con él tímida, aunque muy receptiva ante sus afectos, y al tomarle de las manos y besar sus dedos, Charles le sintió temblar.

— ¿Estás nerviosa?

— ¿No lo estás tú?

— Sí, mucho —admitió sonriendo. Cécile le sonrió de vuelta, luego, le invitó a dar un paseo por los jardines de la propiedad de los Portiere. Se adelantó par de pasos y él observó con interés aquel bamboleo de su amplia falda, adornada por encaje y cintas de color rosa.

— ¡Esto es tan extraño! Recuerdo cómo éramos de niños, las travesuras que hacíamos, e incluso ese beso que me diste una vez, a escondidas de tu madre.

Charles se rio.

— Pero ahora te veo y es...

— ¿Cómo ver a un desconocido por primera vez? —refutó él.

— Sí.

Ella era franca, muy honesta, y eso, le agradó.

— Han pasado 10 años desde nuestro último encuentro. Es normal lo que sientes, y te confieso que a mí me pasa algo semejante. Fuiste mi amiga durante la infancia, pero ahora desconozco la persona en que te has convertido.

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    Charles Brandon se instaló como huésped en la propiedad de los Portiere. Era un hombre rico, aunque de vida ociosa; su fortuna provenía del saqueo y conquista de tierras extranjeras que llevasen a cabo sus antepasados, por lo que tenía tiempo de sobra para departir con su prometida. Procuró conocerle a fondo y a diario le llevaba a pasear a caballo y a compartir la lectura de algún libro. Al charlar con ella, descubrió que Cécile era virtuosa, amable, tierna y dócil. Su excepcional belleza le seducía, no obstante, su carácter le aburría terriblemente. Él añoraba la compañía de una dama más fogosa, y pronto, sus súplicas fueron escuchadas.

Clarice Portiere hizo su dramática entrada a la finca una noche, durante la cena. Iba ataviada con una amplia capa de terciopelo rojo y al despojarse de esta, dejó ver el más escandaloso vestido de satín, que se ajustaba a cada curva de su cuerpo como una segunda piel, y cuyo corpiño le comprimía los pechos divinamente. Charles por poco hace derramar el vino de su copa, y durante el resto de la velada y los días que precedieron, no pudo quitarle los ojos de encima. Se acaloraba en su presencia e incluso se le trababa la lengua al hablarle. Clarice era insolente, caprichosa y sensual. Le fascinaba de formas en que las mujeres de la Corte nunca lo hicieron. ¨Estaba enamorado¨, se dijo el lord, y decidió hacer algo al respecto. Le robó un beso y le confesó sus afectos.

—¿Qué hay de mi hermana? ¿Piensas casarte con ella y tenerme a mí como tu amante? ¡Eso nunca, Charles! Te adoro, pero si deseas poseerme, deberás convertirme en tu legítima esposa. Rompe el compromiso y elígeme a mí.

Charles no tomó su decisión de inmediato, porque le había tomado cariño a Cécile y no deseaba herirla. Sabía lo humillante que resultaría para ella, el ser despreciada de tal manera y que también, la estaría condenando a ser una solterona, ya que ningún caballero respetable se atrevería a tomar por esposa a una mujer que había sido desechada por otro. Tras pasar la noche en vela, él resolvió llevar a cabo su cometido, porque el deseo en su corazón le resultaba imperioso y no podía esperar ni un día más, ¡urgía por poseer a Clarice! Optó por romper el compromiso tras degustar el desayuno, sin embargo, no tuvo tiempo de hacerlo, siendo que esa misma mañana, Cécile se plantó en el medio del salón y delante de él, así como de toda su familia, clamó haber recibido el llamado del Señor en los cielos, y tener anhelos de convertirse en una monja.

— He de convertirme en monja, ya que es eso lo que el Altísimo espera de mí.

¨Gracias, Dios. ¡Gracias! ¨ —pensó Charles maravillado. Contuvo una sonrisa y fingió sentir aflicción al decir: Si es lo que verdaderamente deseas, querida mía. No puedo oponerme.

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    Cécile se halló desbastada tras atestiguar aquella nefasta escena. Su prometido y su hermana estaban comiéndose las bocas y manoseándose los cuerpos. Ella les había atrapado durante aquel acto lujurioso, no obstante, se mantuvo oculta tras los matorrales del jardín. Les escuchó suspirar y gemir, también hablar sobre ella, como si fuese una cosa de poco valor de la que fácilmente se pudiese prescindir. Concibió odio hacia ambos, pero por sobre todo hacia su hermana, quién orquestó la traición.

Sabía que la deshonra le era inevitable. En cuestión de horas, Charles Brandon, duque de Wellington, rompería el compromiso que les unía y reclamaría la mano de su hermana mayor, quien era una viuda, y, por tanto, no más una doncella virgen.

¿De qué le habían servido las clases con la señorita Dumont?, y todos esos años en los que se dedicó a pulir sus habilidades para convertirse en una dama digna de respeto, cuando al final los hombres preferían a las descaradas como su hermana, que no poseían ninguna cualidad excepcional más allá de exhibir su cuerpo y coquetear con ligereza.

Lloró de rabia, y cada vez que cerraba los ojos veía en su mente a Clarice, riendo a toda voz y regodeándose en su miseria.

Ella había hecho todo adrede, desde que llegó a España se había propuesto arrebatarle a su prometido.

¡Maldita bruja!

Cécile no le iba a conceder el gusto de saberse vencedora.

El orgullo predominó por sobre la razón, porque la joven era una pecadora y cómo tal, obró. Por la mañana, llevó a cabo su teatro. Clamó haber sido elegida por el altísimo para unirse a su congregación.

—Deseo servir a nuestro creador —dijo al estar postrada de rodillas, sobre el piso del salón. Su convicción fue tan vehemente que nadie se atrevió a dudar de sus palabras.

Pecar ContigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora