01

69 16 6
                                    

01

«Ya estoy en casa. Llegué con bien», le escribí una vez que aterricé y salí del aeropuerto en busca de un taxi. ¿A dónde tenía que ir? Me sentía perdido en mi propia ciudad. Hacía tanto que no pisaba las áridas tierras de Matamoros que hasta el clima se me antojaba insoportable.

Miré a los alrededores y finalmente decidí ir a casa de mis padres. Aún no le avisaba a nadie lo que había ocurrido, no sabía cómo afrontar la situación, todavía seguía en ese estado de shock porque no me cabía en la cabeza que había sido yo el que había puesto aquel punto final a mi relación con Javier.

Quizás a simple vista no se me notaba lo podrido que me sentía por dentro. ¿Qué cara tenía que poner y qué explicación iba a darle a mi familia cuando me preguntasen qué hacía en casa? No me sentía preparado para que me abordasen con cien cuestionamientos de lo que había ocurrido; sentía que a la primera palabra que saliera de mi boca me iba largar a llorar frente a todos, y aquello me aterraba porque —según yo— mi relación con Javi era perfecta.

Les había hecho creer a todos que Javier era soltero, solo Paco sabía la verdad, mi oscuro secreto. ¿Qué iban a pensar de mí cuando se enteraran de que, por seis años, había vivido con un hombre casado?

Dentro del taxi suspiré hondo y revisé mi móvil en busca de un mensaje de Javi, pero no había nada. Ni siquiera había leído el que le había enviado hacía unos minutos atrás. Rápido pensé en que seguro estaría con su familia en esos momentos, y pronto sentí mucha amargura.

—Joven, ¿a dónde lo llevo? —preguntó el chofer por segunda vez.

La casa de mamá no había cambiado mucho durante todo ese tiempo. Si acaso habían pintado de blanco las verjas de la cerca del jardín y habían plantado un par de arbustos en la entrada principal. Pronto se me vino a la mente la imagen de mi madre regando las plantas mientras Miriam y yo nos bañábamos en la alberca inflable que nuestro padre había instalado para nosotros, como hacía cada verano desde que éramos muy pequeños. ¿A dónde se habían ido esos años en los que, mi única preocupación, era la de levantarme temprano los sábados para jugar en el trampolín hasta el mediodía?

Sentía que había perdido una parte importante de mi vida. Pocos eran los recuerdos que me habían quedado, la cara de Javier aparecía una y otra vez cada que intentaba rememorar alguna anécdota de mis mejores años en Matamoros. Estaba hecho un lío y era consciente de que me costaría muchísimo salir adelante y darle vuelta a la página para poder continuar con mi vida ya sin él.

—¡Ramón! —gritó mi madre desde el pasillo que conectaba la cocina con la sala de estar—. ¡Mauro, ven a ver quién llegó! —llamó a mi padre a todo pulmón mientras se acercaba para envolverme entre sus brazos y dejarme una serie de besos en ambas mejillas.

Coloqué mi maleta en el piso y entonces la abracé tan fuerte que logré elevarla en mis brazos a pesar de su complexión regordeta. Ella rio a carcajadas al tiempo que me suplicaba que la bajara porque me iba a salir una hernia.

Mi padre llegó lo más rápido que las dos ruedas de su silla se lo permitieron. Me miró con una enorme sonrisa y me extendió los brazos, para luego vociferar:

—Bienvenido a casa, chapulín.

Odiaba el mote, pero me lo había ganado a pulso desde que, cuando era un niño, me gustaba comerme a esos bichos mientras Miriam atrapaba luciérnagas en frascos de vidrio.

—¿Cómo han estado? ¡Dios! ¡Estoy tan feliz de estar acá con ustedes! —exclamé con una emoción fingida. No es que no me alegrara, es que intentaba ocultar mi deplorable estado emocional—. Les eché de menos...

Alguien digno de ti: Libro 1 [EXTRACTO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora