Capítulo 34: Una noche de locos

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Cuando era niña me encantaban los rompecabezas y podía pasarme horas y horas enfrascada en uno. 

Yo siempre buscaba las fichas claves que me permitieran delimitar los bordes de la imagen que quería construir. A pesar de tener cientos de pequeñas piezas ante mí, existían algunas que eran imprescindibles para lograr mi objetivo, que le aportaban sentido a todo el conjunto y que me facilitaban el camino.

La vida es como un rompecabezas gigante y complicado, un sinfín de diminutas partes que encajan entre sí y, al igual que en un puzle, existen personas claves que te permiten vislumbrar más allá de los márgenes, algunas se olvidan, otras pasan desapercibidas, pero hay un determinado número de ellas que se quedan para siempre y constituyen, para bien o para mal, nuestras piezas significativas.

Cuando esa noche cerré la puerta tras de mí, sabía que había ocurrido algo importante en mi vida, algo que no tendría vuelta atrás y que marcaría un antes y un después en mi existencia.

La mano me dolía horriblemente, como si la hubiera estrellado contra un muro de concreto.

Me tomé un antinflamatorio y me acosté. Vero estaba dormida en su cuna pero la pasé para mi cama, necesitaba estar cerca de ella y sentir su olor a inocencia, a calma y a despreocupación.

¿Cómo era posible que algo tan maravilloso hubiese traído tanto caos a mi vida? ¿Cómo era posible que yo amara ese caos y que ya no imaginara una vida diferente a la que tenía?

Durante siglos, se nos enseñó que vinimos al mundo a reproducirnos y que las mujeres teníamos como único propósito ser madres. Nos acostumbramos a romantizar la maternidad, a pintarla de rosa pastel y a fingir. Estaba mal quejarse, cansarse, obstinarse; y estaba mal visto porque era una traducción directa de que tu maternidad no era suficiente para ser feliz. 

¿Y qué con eso? ¿Y qué si necesitábamos más que ser madres para estar completas? Una carrera, un trabajo, un amante, un esposo, una amiga o un hobby. Las mujeres guardamos tantas cosas para nosotras mismas que perdemos el sentido de lo que realmente nos hace felices. 

La famosa diatriba de que “esa o aquella era más mujer que madre” siempre me causó confusión ¿Dónde terminaba la mujer y comenzaba la madre? ¿Acaso se dejaba de ser mujer al parir? ¿O es que acaso solo las mujeres que lograban convertirse en madres, podían tener el honor de llamarse mujeres? ¿Qué eran las demás? 

Las líneas eran difusas y las que hemos estado cerca de esas fronteras lo sabemos bien. En la lucha eterna entre la mujer y la madre, casi siempre la mujer cede y depone sus armas ante su rol de dar, de cuidar. Primero a sus hijos, después a sus padres, siempre a la pareja. ¿Y quién cuida a esa mujer indefensa que se quedó hasta sin feminidad para ser madre, hija y esposa? ¿Quién le recuerda que es más que un par de brazos que sostienen y que alimentan? 

Muchas veces son otras mujeres las que vienen a recordárselo, mujeres que ya padecieron la mutilación de su ser, que ya se fundieron en algún otro vínculo y regresaron para contar su historia. Mujeres fuertes.

Esa noche y mientras observaba dormir a mi hija, me di cuenta que una de estas mujeres había nacido en mí y el dolor en mi puño era el recordatorio de que existía, de que era más que la mamá de Vero. Era una mujer que había entregado, amado, que había sufrido y que había perdido. Una mujer que decidió un día que ya no lloraría más y que no volvería a amar.  

Una mujer que comprendió, que el tiempo es el mejor aliado de un corazón roto y que no había curita más efectiva que el amor que nos podamos dar a nosotras mismas. 

De esa mujer brotaron girasoles, cuando de cualquier otro pecho solo hubiesen nacidos semillas de dolor y rencor.

Esa mujer nació de las entrañas de la madre de Vero y no le quedó más remedio que parirse a sí misma. Entonces ¿dónde terminaba la Isabel mujer y empezaba la Isabel madre?

A solas con el alma Donde viven las historias. Descúbrelo ahora