El humo

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Sentada en su diván, Alicia volcó su atención al ajetreo que había arriba, en los globos de vapor que conducían el crucero-casa, y vio un extraño patrón de luces zig zagear de un lado a otro como si fueran las chispas de un circuito entre postes de luz. 

Preguntó a la primera dama que se hallaba a su lado el significado de aquella curiosidad. 

— Ah, querida. Telerimetría, algo paralelo a la teletransportación. Tú no te preocupes por tales sandeces. Pero si quisieres enviar un mensaje a alguien, ahora es el momento. 

La dama rolliza le hizo un guiño y se siguió abanicando, haciendo aletear el despunte de su gargantilla. 

— Oh, ya veo. Gracias. — Respondió Alicia.

Se quedó pensando un buen rato y luego preguntó de nuevo a la señora. 

— Oiga, ¿y dónde podría... — Se dio cuenta de que estaba dormida y roncaba de lo lindo. 

A su lado, un ruido de metales la asustó y volteó instintivamente. 

—  Ceviche, caviar o soumier, petite puellaux?

Le digo el camarero con su sórdido acento de petimetre. 

— Nada. — Dijo Alicia. — Pero si podrías ayudarme con un encargo, sería estupendo. Y no tiene nada que ver con comida, lo prometo. 

Alicia hizo un gesto con el meñique y el camarero comenzó a hacer malabares con los platillos y a juguetear con las piernas en un raro saltibanquí. 

— Ah, pero, ¿de qué me ves cara, eh?

— Recadero. — Dijo Alicia y le ofreció un sobre escrito y sellado con su puño y letra. 

El camarero dejó caer de manera casi intencional todos los platillos armando un gran escándalo. Se puso muy serio. Su semblante se tornó gris moribundo y sus ojos de parca daban miedo. 

— Con que recadero, ¿eh? 

Hizo ademán de levantar las manos y coger a Alicia como a un criminal. Ella rio y salió corriendo. 

— Esperad, esperad, Macmouseille. — Le espetó el camarero luego de un rato jugando, ya cansado y casi sin aire, a diferencia de Alicia, que estaba fresca y eterea, como un día matinal. —Ya sé lo que quieres. ¿Es para tu padre, no es así? — Preguntó mientras recuperaba el aliento. 

— No puedes saber eso. — Dijo Alicia guiñando el dedo y ladeando la cabeza. 

— Yo sé cosas. — Respondió él en cuclillas. — Sé por ejemplo que en estos 2 años de viaje lo has extrañado y has añorado por las noches volver a su cálido seno, no me dirás que no es así. 

Alicia se sintió ofendida, se ruborizó y casi le da una bofetada al mentecato. 

— Ja ja. Ya, tranquila. Yo... sentí lo mismo la primera vez. Pero debes saber algo, petite macmouseille, ellos ya no están aquí. 

— Obviamente no. — Respondió Alicia con una risilla nerviosa. 

— No lo entiendes. Desde que te fuiste de tu mundo... — Entonó el camarero sin mirarla a la cara y con un semblante grave. — han pasado 127 años. Aun si quisieras volver nada sería igual a como lo recuerdas. 

El silencio se adueñó del mundo para Alicia, y ya no supo nada de nada. 

Despertó su consciencia de nuevo en su chaise longue, pero ahora era de noche, tenía frío y estaba sola, tan sola. 

Miró arriba a las estrellas y buscó una que se moviera. En lugar de ello, vio el humo de los globos aerostáticos arder como nunca se había fijado lo hacían desde que estaba allí, o quizás, eso le pareció a ella.  

El mundo de las mentirasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora