En realidad no era nada horrible la ciudad como Alicia pensaba de ella. No cesaba de repetirle al camarero que quería largarse de ahí, que despreciaba todo y que no comería más helado aunque tuvieran cerezas y chispas de chocolate.
Él ofreció uno de cajeta polar, bayas tropicales y arcoiris de mediodía. Ella preguntó a qué se refería y él dijo que tendría que descubrirlo. La duda se implantó en la mente de Alicia y ya no se pudo largar de allí como quería.
No había carros, sino carruajes, palanquines, caballos blancos con copetes enjaezados, globos de baja altura, elefantes y jirafas de transporte. La ciudad de los sueños, la ciudad de la fantasía. Era asombrosa la pompa que mostraba sin vergüenza para que todos vieran. Chinos, mogoles, europeos, africanos, polinesios, americanos, marcianos, lunícolos y saturnianos. Todos traficaban por ahí. Asimismo los edificios eran igual de variados, pero con preferencia al art deco, "el circense", ese era el movimiento que dominaba la ciudad, inventado y representado por ella misma y los mejores arquitectos del sistema. La única ley, se decía, era ser feliz. Por ello los festivales, los carnavales y los carros alegóricos nunca faltaban en ningún día de la semana. Los negocios siempre estaban abiertos y a pesar de eso, los trabajadores no dejaban de sonreír y platicar con todo mundo. Todos los habitantes eran conversadores, de ánimo ligero y chiste fácil. Las discos y las videotecas estaban a la orden del día. Parecía como si todos los días estuviera ocurriendo un happening debido a los bailes, los cantos improvisados, las actuaciones y los discursos que se podían oír en cada esquina. Los distritos, aunque diferenciados formaban un toque armónico y de todos los caseríos y ventanas salía algún sonido musical.
Alicia tuvo que contener su odio. Lo cierto es que se sentía en algún círculo del cielo. No podía negarlo. Todos eran bellas, y ella se llegó a sentir menos en más de una ocasión cuando veía una de las princesas vestidas de bailarina de vals que cruzaban con su séquito las calles. Todo personaje de cualquier avenida serviría como modelo exitoso en el mundo del que provenía. Sí, llegó a recordar que ella no era de allí. Y eso la hizo sentirse como una soñadora invisible frente a todos los concurrentes.
Tan feliz era todo, tan alegre, que ella no podía menos que apartarse. En vez de sentirse animada, por alguna razón, se sentía más excluida que nunca. No es que no fueran amables con ella o que la ignoraran o la dejaran de saludar cada vez que cruzaba la mirada con algún señor de frac o señorita de sombrilla. Era que, simplemente, ella no se sentía igual. No sabía hacer muchas cosas y todos eran tan diestros y tan perfectos. Vivía como entre ángeles. Y ella no había hecho nunca nada de renombre. Sólo era Alicia, y nada más. Ni siquiera le salía silbar.
Ella y el camarero rentaban un hotel rústico y sencillo, tanto como podía ser algo en esa ciudad, lo cual era muy poco. Incluso poseían sus propios monos vallet y servidores. Criaturas más decentes, limpias y ordenadas que ellos mismos. Hablaban un idioma que ella no alcanzaba a comprender, pero no importaba. Ya sabían exactamente para qué eran requeridos en cada situación y cumplían su labor con diligencia.
Llegó un tiempo en que Alicia ya no quiso salir. Se atrincheró en su cuarto y aunque el camarero le tocó la puerta diciendo que se les hacía tarde para el desayuno, no, ella se empecinó en no abrir. Finalmente el golpeteo cesó y oyó pasos a la distancia. Estaba sola.
En su cuarto tenía un tocador, un armario una lámpara de pie y palmeras indias de aire acondicionado. Ella recordaba que hace mucho tiempo había vivido en un lugar semejante. Se encontró a sí misma llorando frente al espejo, pero no sabía por qué.
De pronto la puerta se abrió azotada y un grupo de policías entró y la esposó por la fuerza.
"Rompiste la ley, nadie puede llorar aquí. Es tu segunda infracción. Ahora irás directamente a pedir piedad a la reina."
Los guardias vestidos como el cascanueces la colocaron en un carruaje y le sonrieron todo el camino que estuvo en el transporte. Sus caras casi parecían pintadas y del exterior no llegaba ni la luz del sol. Ella de pronto sintió un cosquilleo en la espalda. Eran escalofríos. Algo grave pasaba. Solo una delgada línea la separaba de verse atravesada por bayonetas. Lo leyó en los ojos de los soldados, más allá de su cara risueña. Estaban al colmo de la furia.
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El mundo de las mentiras
PertualanganAlicia Romería se embarca en una aventura espacial que la llevará a los límites del entendimiento y el mundo conocido, a la vez que encontrará variopintos personajes que la harán dudar de su propia condición como mujer, e incluso, como ser humano.