Misión cliché: el comienzo

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Mi madre insiste en que no merezco una segunda oportunidad después de mis desmadres en la casa de los abuelos

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Mi madre insiste en que no merezco una segunda oportunidad después de mis desmadres en la casa de los abuelos. Según ella, está mal visto que una adolescente se esconda en la oscuridad de la cocina para beberse en completa soledad una botella de alcohol. También es inaceptable que la misma adolescente arroje su celular al océano pacífico en medio de una plétora de groserías y gritos a todo pulmón a los pocos días de haber llegado de visita. Pero creo que la verdadera razón por la cual mi madre me ha castigado ha sido la primera, la del vodka, la caída aparatosa, el aliento a alcohol, y la fractura.

—¿O sea que no me vas a comprar otro celular? —Me quejo—. ¿Ni siquiera un cacahuate?

—No hasta que dejes de robarte las botellas de tu abuelo. Eres demasiado joven para tomar.

Me dejo caer con dramatismo en mi cama. —Te recuerdo que ya voy a cumplir dieciocho años.

Mi mamá se sienta a mis pies y deja salir un suspiro de resignación. —Y yo te recuerdo que soy tu madre y que puedo castigarte las veces que quiera por borracha.

—¡Que no soy...! —Alzo la voz, pero me arrepiento cuando los ojos de mi madre me fulminan en el acto—. Okey —mi rebeldía se desinfla—, te voy a contar por qué estaba tomando esa noche.

Mamá se cruza de brazos. —A ver, pues. Te escucho.

Suavizo mis expresiones lo mejor que puedo y miro fijamente hacia la estrella de plástico que he pegado en el techo. —Estaba deprimida porque tú y mi papá-

—Vuelve a mentirme, Cristina y en tu vida volverás a ver la luz del día. —Mamá corta mi mentira de tajo y sin piedad.

Me cubro la cara con la mano enyesada para ocultarle mi decepción. Con esto intuyo que el divorcio de mis padres ha caducado como excusa válida para mis arrebatos.

—¡Fue por un chico! ¿Ya? ¿Contenta? —Confieso a medias.

A decir verdad, sí pensaba en cierto imbécil mientras intentaba robarme la botella, pero el acto de embriagarme no fue por él, sino por el mero aburrimiento de haberme quedado sin celular.

El semblante de mi madre se relaja, aunque no lo suficiente para que la arruga en su frente desaparezca. —¿Por Gabriel?

—¿Qué? ¡No! Digo...sí.

—¿Sí o no? —Mamá me dedica una mirada acusatoria.

Derrotada, doy una pataleta. —No, pues no. Lo que pasa es que...

El timbre de la puerta interrumpe nuestra plática. Mamá se pone de pie y camina hacia la ventana de mi habitación, haciendo a un lado la cortina que cubre el ventanal.

—Hablando del rey de Roma... —refunfuña antes de abrir el ventanal y asomar la cabeza—. ¿Para qué tocas, mocoso? ¡Ya sabes cómo entrar!

Cuando se aleja de la ventana, gira su cuerpo hacia mí. —No cierres la puerta, que podré confiar en Gabriel, pero en ti no.

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