4

29 5 0
                                    

Lucerys se sentó en el Central park y contemplo a los patos que nadaban en círculos en un estanque. Había ido allí para intentar aclararse las ideas, pero al parecer no estaba funcionando. Solo podía pensar en si los patos tenían sueños.

Suponía que no, ¿Con que soñaría un pato? Pan fresco, un vuelo tranquilo hacia el lugar adonde fueran los patos... Volar, se quedó sin respiración cuando su mente le mostro imágenes de distintos recuerdos: unas hermosas alas con vetas doradas, unos ojos llenos de poder, el brillo del polvo de ángel. Se froto los ojos con las palmas de las manos en un intento por borrar aquellas imágenes. Pero no sirvió de nada.

Era como si Aemond le hubiera implantado una maldita sugestión subliminal en la cabeza que no dejaba de mostrarle imágenes de cosas en las que él no quería pensar. Lo consideraba capaz de hacerlo, pero el arcángel no había tenido tiempo de introducirse en su cabeza a tanta profundidad. Se había alejado de el un minuto después de que le dijera que no fracasara. Y por extraño que pareciese, él había permitido que se marchara.

En aquel instante los patos se estaban peleando, gaznándose los unos a los otros y empujándose con los picos. Ni siquiera los patos podían permanecer tranquilos ¿Como coño iba a pensar con semejante alboroto? Soltó un suspiro, apoyo la espalda contra el respaldo del banco del parque y contemplo el atardecer con colores morados y naranjas. Le recordó a los ojos de Aemond.

Soltó un resoplido.

Uno de los colores en el cielo se parecía tanto al tono vivido e increíble de sus ojos, quizá si lo miraba durante más tiempo podría olvidar aquellas alas que le atormentaban en todo momento. Como en aquel instante. Se extendieron sobre su campo de visión y transformaron el color del cielo en un blanco dorado.

Frunció el ceño e intento deshacerse de la ilusión.

Unos filamentos con la punta dorada aparecieron ante sus ojos. Su corazón latía como el de un conejo asustado, pero no tuvo energías para sorprenderse.

— Me has seguido.

— Me ha parecido que necesitabas pasar tiempo a solas.

—¿Puedes bajar el ala? — pidió con educación — Me impides que vea el paisaje.

El ala se plegó con un suave susurro que Lucerys sabía que jamás asociaría con nada que no fuera aquellos apéndices emplumados. Las alas de Aemond.

—¿No vas a mirarme, Lucerys?

— No. — Siguió contemplando el cielo — Cuando te miro, las cosas se vuelven confusas.

Se oyó una risa masculina, grave y ronca... que sonó en el interior de su mente.

— No servirá de nada que no me mires.

— A mí me parece que si — replico el con suavidad, aunque la furia ardía como una brasa al rojo vivo en sus entrañas — ¿Eso es lo que te excita, obligar a las personas a postrarse a tus pies?

Se hizo el silencio. El sonido de unas alas al extenderse y plegarse con rapidez.

— Estas poniendo en peligro tu vida.

Lucerys se arriesgó a mirarlo. Estaba de pie al borde del agua, pero de frente a él. Sus ojos se habían oscurecido hasta adquirir el tono del cielo a medianoche.

— Oye, moriré de todas formas — Pretendía parecer desdeñoso — Tu mismo lo has dicho: puedes joderme con la mente siempre que quieras. E imagino que ese no es más que un pequeño truco de los muchos que tienes en la manga, ¿no?

El asintió de manera majestuosa, increíblemente hermoso bajo un inoportuno rayo de sol, como un dios oscuro. Y Lucerys sabía que ese pensamiento era cosa suya. Porque lo que le repugnaba era lo mismo que le atraía: el poder. Aquel era ser al que no podía vencer. La parte masculina más profunda de el mismo apreciaba aquel tipo de fuerza, aunque también le enfurecía.

EL ANGEL CAIDO || LUCEMONDDonde viven las historias. Descúbrelo ahora