Lucerys gritó... y aterrizó con fuerza sobre su trasero y apoyó las manos sobre la superficie rugosa de unas baldosas muy caras.
—Pufff... —Tras maldecirse para sus adentros por haber proferido aquella amarga exclamación de sorpresa, se sentó en el suelo e intentó recuperar el aliento.
Aemond estaba de pie a su lado, como una visión sacada del cielo y el infierno. De ambos lugares. A la vez. En aquel momento comprendió por qué los ancestros de la humanidad habían considerado a los de su especie los guardianes de los dioses, aunque no tenía claro que ese no fuese un demonio.
—Esto no es el Gremio —consiguió decir después de un buen rato.
—Decidí que hablaríamos aquí. —Le tendió la mano.
Lucerys lo ignoró y se puso en pie sin ayuda, aunque logró a duras penas resistir la tentación de frotarse la parte baja de la espalda, que le dolía muchísimo.
—¿Siempre sueltas a tus pasajeros de esa forma? —murmuró—. No es muy elegante.
—Eres el primer humano al que he llevado en brazos en muchos siglos —replicó. Sus ojos purpuras parecían casi negros en la oscuridad—. Había olvidado lo frágiles que son. Te sangra la cara.
—¿Qué? —Alzó la mano hasta un punto de la mejilla que le escocía. El corte era tan minúsculo que apenas lo notaba—. ¿Cómo me he cortado?
—El viento, tu cabello. —Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el recinto acristalado—. Límpiatela, a menos que quieras ofrecerles un tentempié a los vampiros de la Torre.
Se frotó la herida con la manga y luego apretó los puños con fuerza mientras clavaba una mirada asesina a la espalda que se alejaba.
—Si crees que voy a seguirte como un perrito...
Aemond echó un vistazo por encima del hombro.
—Podría hacer que te arrastraras, Lucerys. —No había ni el menor rastro de humanidad en su rostro, nada salvo el brillo de un poder tan enorme que Lucerys deseó poder protegerse los ojos. Le costó un verdadero esfuerzo no dar un paso atrás—. ¿De verdad quieres que te obligue a postrarte ante mí?
En aquel instante, supo que Aemond estaba dispuesto a hacer justo eso. Algo de lo que había dicho o hecho había llevado al arcángel más allá de sus límites. Si quería sobrevivir con el alma intacta, tendría que tragarse el orgullo... o él se lo destrozaría. La sola idea le abrasó la garganta antes de afirmarse con la solidez de una roca en su estómago.
—No —respondió, a sabiendas de que, si alguna vez tenía la oportunidad, le clavaría un cuchillo en la garganta por haber pisado su orgullo de aquella manera.
Aemond le contempló durante varios minutos, una exploración fría que convirtió en hielo la sangre de Lucerys. A su alrededor brillaban millones de luces de la ciudad, pero sobre aquella azotea solo había oscuridad... a excepción del resplandor que emanaba de él. Había oído a la gente cuchichear sobre aquel fenómeno, pero jamás había llegado a presenciarlo... porque cuando un ángel brillaba, se convertía en un ser con poder absoluto, un poder que por lo general estaba destinado a matar o a destruir. Un ángel solo resplandecía cuando estaba a punto de hacerle pedazos a alguien.
Lucerys le devolvió la mirada, reacio a rendirse... o más bien incapaz de hacerlo. Había cedido tanto como podía. Si la cosa continuaba así, lo mismo daría arrodillarse.
Ponte de rodillas y suplica. Tal vez entonces reconsidere la idea.
No lo había hecho entonces. Y no lo haría ahora. Sin importar el precio que tuviera que pagar.
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EL ANGEL CAIDO || LUCEMOND
RandomEl cazavampiros Lucerys Brandt sabe que es el mejor en lo suyo. Lo que no sabe es si será suficientemente bueno para llevar a cabo esta misión. Lo ha contratado el arcángel Aemond, un ser tan bello como peligroso, una criatura que aterraría a cual...