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Él iba a matarlo.

Lucerys se incorporó de pronto en su hermosa cama, que era una obra de arte. El cabecero era un diseño único fabricado en el más delicado de los metales labrados; las sábanas y el edredón, ambos de color blanco, estaban bordados con flores diminutas. A la derecha de la cama había unas puertas correderas que daban a un pequeño balcón privado que él había convertido en un jardín en miniatura. Y más allá se veía la Torre del Arcángel. 

Dentro, las paredes estaban empapeladas con un diseño en tono crema con matices azules y plateados que hacían juego con el azul oscuro de la alfombra. Las cortinas de las puertas correderas eran de gasa blanca, aunque había unas caídas de brocado más gruesas que casi siempre mantenía sujetas a los lados. Unos enormes girasoles en flor sobresalían del gran jarrón de porcelana que se encontraba en el rincón opuesto de la habitación, llevando el brillo del sol al interior de la estancia.

Aquel jarrón se lo había regalado un ángel chino agradecido cuando él consiguió atrapar a una de sus incorregibles pupilas. La joven vampira (que apenas acababa de completar su Contrato), había decidido que ya no necesitaba la protección angelical. Lucerys la había encontrado acurrucada y muerta de miedo en un sex shop con una clientela de lo más extraña. Aquella caza la había llevado a las entrañas de los bajos fondos de Shanghái, pero el jarrón era una pieza de luz que no había sufrido el paso del tiempo. Toda la habitación era una guarida, y Lucerys había tardado meses en dejarla a su gusto. 

No obstante, en aquel preciso momento podría haber estado sentado en cualquier tugurio al sur de Pekín. Tenía los ojos abiertos, pero lo único que veía era la imagen congelada de aquel vampiro de Times Square, al que ni una puta persona se había atrevido a ayudar. Sabía que él no acabaría así, no si Aemond deseaba que nadie se enterara del asunto que se traían entre manos, pero al final acabaría muerto.  

Él le había hablado del glamour. 

Hasta donde él sabía, ningún cazador, ningún humano, conocía aquella pequeña parte del poder de los arcángeles. Era algo así como ver la cara de tu secuestrador: da igual lo que el tipo diga después, porque sabes que estás acabado.

—De ninguna... puta... manera. —Cerró las manos sobre el hermoso edredón de algodón egipcio y entrecerró los párpados mientras consideraba sus opciones.

Opción número uno: Intentar dejar el trabajo. 

Posible resultado: Muerte tras una dolorosa tortura.

Opción número dos: Hacer el trabajo y rezar. 

Posible resultado: Muerte, aunque probablemente sin tortura (algo bueno). 

Opción número tres: Conseguir que Aemond jurara no matarlo. 

Posible resultado: Los juramentos eran un asunto muy serio para los ángeles, así que seguiría con vida. Sin embargo, podría torturarlo hasta que perdiera la cordura.

—Así que ya puedes encontrar un juramento mejor —murmuró para sí—. Nada de muerte ni de torturas, y desde luego nada de Convertirme en vampiro. —Se mordió el labio inferior, preguntándose si aquel juramento podría extenderse a su familia y amigos.

Familia... Sí, claro. Su familia lo odiaba a muerte. Pero él no quería que los abrieran en canal mientras lo obligaban a mirar.

Sangre que cae sobre las baldosas. 

Plaf. 

Plaf. 

Plaf. 

EL ANGEL CAIDO || LUCEMONDDonde viven las historias. Descúbrelo ahora