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Aemond cerró la puerta después de entrar y se dirigió a la enorme biblioteca del sótano, oculta bajo la elegante belleza de una cabaña situada en Martha's Vineyard. El fuego que ardía en la chimenea era la única fuente de iluminación aparte de los candelabros de las paredes, que creaban más sombras que luz. El lugar irradiaba una sensación de antigüedad, de sosegada sabiduría, que indicaba que había estado allí mucho antes de que la casa actual se construyera encima.

—Está hecho —dijo mientras se sentaba en el semicírculo de sillones que había frente al fuego. Hacía demasiado calor para él, pero algunos de sus hermanos llegaban de climas más cálidos y sentían la inminencia del otoño en los huesos.

—Cuéntanos —dijo Corlys—. Háblanos sobre el cazador.

Tras reclinarse en el sillón, Aemond echó un vistazo a los que estaban acomodados en la estancia. Era una sesión del Grupo de los Diez, aunque incompleta.

—Habrá que sustituir a Vaemond.

—Todavía no. No hasta después de... —susurró Alys con una expresión azorada—. ¿Es realmente necesario darle caza?

Harrold colocó la mano sobre el hombro de la arcángel.

—Sabes que no tenemos elección. No podemos dejar que satisfaga sus nuevos apetitos. Si los humanos llegan a descubrirlo... —Sacudió la cabeza, y sus ojos almendrados estaban cargados de oscuros conocimientos—. Nos tomarían por monstruos.

—Ya lo hacen —dijo Rhaenyra—. Para ostentar el poder, todos debemos convertirnos en algo parecido a monstruos.

Aemond estaba de acuerdo. Rhaenyra era uno de las más longevas. Había gobernado de un modo u otro durante milenios, y sus ojos aún no mostraban la menor señal de tedio. Quizá fuera porque Rhaenyra tenía algo que los demás no poseían: un amante cuya lealtad era incuestionable. Rhaenyra y Daemon llevaban juntos novecientos años.

—No obstante —observó Otto —, es diferente ser temido y respetado que ser totalmente aborrecido.

Aemond no tenía claro que existiera aquella diferencia, pero Otto era un arcángel de otra época. Gobernaba en Asia a través de una red de matriarcados que inculcaban en sus hijos el respeto hacia él, y así había sido durante eones. Si Rhaenyra era vieja, Otto era todo un anciano: se había fundido con el tejido de su patria, China, y el de las tierras que lo rodeaban. Se narraban historias sobre Otto entre susurros, y era considerado un semidios. En cambio, Aemond solo había gobernado durante quinientos años, un brevísimo lapso de tiempo. Aunque aquello podía resultar una ventaja.

A diferencia de Otto, Aemond no había ascendido tanto como para dejar de comprender a los mortales. Incluso antes de su transformación de ángel a arcángel, había elegido el caos de la vida y no la elegante paz de sus hermanos. Ahora vivía en una de las ciudades más ajetreadas del mundo y vigilaba a sus ciudadanos sin que estos se dieran cuenta. Igual que había vigilado a Lucerys Brandt aquel mismo día. 

—No es necesario que discutamos sobre la discreción —dijo, interrumpiendo los suaves sollozos de Alys—. Nadie puede saber en qué se ha convertido Vaemond. Ha sido así desde que existimos.

El comentario fue seguido por una ronda de asentimientos. Incluso Alys se enjugó las lágrimas y se apoyó en el respaldo, con los ojos despejados y las mejillas sonrojadas. Su belleza no tenía parangón. Incluso entre los ángeles, siempre había sido la más brillante de las estrellas, y nunca había carecido de amantes o de atenciones. En aquel momento, sus miradas se encontraron y en los ojos de Alys apareció un interrogante sensual que Aemond decidió no responder. Así que era eso... No lo sentía por Vaemond; lo sentía por ella. Aquello encajaba mucho mejor con su personalidad.

EL ANGEL CAIDO || LUCEMONDDonde viven las historias. Descúbrelo ahora