6

26 4 2
                                    

Lucerys terminó la búsqueda preliminar sobre Vaemond y se apoyó en el respaldo de la silla con las náuseas atascadas en la garganta. Vaemond había gobernado (y hasta donde el resto del mundo sabía, seguía gobernando) en las zonas del este de Europa y en las regiones vecinas de Rusia. Bueno, al igual que Estados Unidos, esos países tenían sus propios presidentes y primeros ministros, sus parlamentos y senados, pero todo el mundo sabía que el verdadero poder estaba en manos de los arcángeles. El gobierno, los negocios, el arte... no había nada que se librara de su influencia, ya fuera directa o indirecta.

Y, según parecía, Vaemond era un tipo muy influyente. 

La primera historia relacionada con él la había encontrado en un artículo de prensa sobre el presidente de un diminuto país que en su día había formado parte de la Unión Soviética. Dicho presidente, un tal Chernoff, había cometido el error de desafiar públicamente a Vaemond y de incitar a los ciudadanos a boicotear los negocios draconianos del arcángel, así como los de sus «hijos vampiro», y a apoyar las empresas dirigidas por humanos. Lucerys no estaba de acuerdo con el presidente. Ser humanocéntrico también era una especie de prejuicio. ¿Qué pasaba con todos esos pobres vampiros que solo se dedicaban a sus familias? La mayoría de los vampiros no adquirían poder con la transformación; eso llevaba siglos. Y algunos siempre eran débiles. 

Después de leer los primeros párrafos del artículo, que resumían la política del presidente Chernoff, Lucerys supuso que la historia terminaría con la noticia sobre las preparaciones de su funeral. Para su sorpresa, descubrió que el presidente seguía con vida... si podía decirse así. 

Poco después de sus polémicas declaraciones, el señor Chernoff había sufrido un trágico accidente de coche: su chófer había perdido el control de la dirección y se había estrellado con un camión que venía de frente. El conductor había salido del coche sin un arañazo, un hecho calificado de «milagro». El presidente no había sido tan afortunado. Tenía tantos huesos rotos que los médicos aseguraban que jamás recuperaría el uso de sus extremidades por completo. Sus cuencas oculares habían estallado «desde dentro», lo que había destruido sus ojos. Y su garganta había sufrido una lesión tan grave que sus cuerdas vocales habían quedado inservibles... pero no suficiente para matarlo. 

No volvería a escribir, ni a mano ni a máquina.

 No volvería a hablar. 

No volvería a ver.

Nadie se había atrevido a afirmarlo, pero el mensaje era alto y claro: si alguien desafiaba a Vaemond, sería silenciado. El político que había ocupado el puesto de Chernoff había jurado lealtad a Vaemond antes incluso de tomar posesión del cargo.

Di lo que quieras sobre Aemond, pensó de pronto, pero él al menos no es un tirano.

Estaba claro que gobernaba en Estados Unidos con mano de hierro, pero no se entrometía en los intrascendentes asuntos humanos. Unos cuantos años atrás, había aparecido un candidato a alcalde que prometía no acatar las leyes de los arcángeles si salía elegido. Aemond le había permitido seguir con su campaña, y solo había respondido con una pequeña sonrisa cuando algún reportero se atrevió a acercarse a él.

Aquella sonrisa, aquel gesto que indicaba que toda la situación le parecía ridícula, había hundido las esperanzas del candidato a alcalde como si fueran el Titanic. El tipo había desaparecido del mapa sin dejar rastro. Aemond había conseguido la victoria sin derramar ni una gota de sangre. Y había conservado su poder a los ojos de la población.

—Eso no lo convierte en alguien bueno —murmuró, preocupado por la dirección que tomaban sus pensamientos. Tal vez Aemond destacaba si se lo comparaba con Vaemond, pero eso no era decir mucho.

EL ANGEL CAIDO || LUCEMONDDonde viven las historias. Descúbrelo ahora