POR UNA CABEZA

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El miedo, desde un punto de vista psicológico, era una de las emociones básicas, más primitiva y universales. Era una emoción generada por grandes consecuencias sobre nuestro organismo, nacida del seno de nuestro cerebro, cómo una alarma. La amígdala, encargada en la estructura cerebral de representar ese primitivo instinto de sobrevivencia. Haciendo actuar nuestro sistema líbico, encargado de regular las emociones, la lucha, la huida, la evitación de dolor y en general rodas las conservaciones que una persona tenía. Lo tenían los animales, las personas y también ella.

Si, Ariadna lo tenía.

Lo sentía, cada vez que apretaba sus ojos con fuerza evitando que esas manos raposas y esos labios húmedos, la acosaran en las pequeñas siestas que podía tener cuando él, no merodeaba a su alrededor. Lo sentía, cuando con esa voz densa y ronca, él se encargaba de llamarla a su despacho para doblegarla a su merced. Lo sentía, cuando él le sonreía con cinismo en su oído a la hora de venirse dentro suyo, con toda la desfachatez y violencia que incitaba el acto. Lo sentía, cada vez que se escapaba al baño con las demás mujeres para vomitar desagradablemente cada maldita comida que le daban, en un inútil intento de devolver toda la esencia pastosa que él le había obligado a tragar luego de hacerle un oral. Lo sentía, cuando él le ronroneaba promesas de un futuro juntos una vez que todo eso terminaba. Lo sentía, cuando con el sadismo de una sonrisa completamente falsa, él le demostraba afecto en su soledad como si en verdad fuera su novio, y que siempre terminaba con él, violándola, doblegándola hasta quebrarla por completo.

Fue una estúpida. Una verdadera estúpida, motivada por la idiota idea de que eso la ayudaría a sobrevivir, más que las otras mujeres. Porque al abrirle las piernas al místico "señor Berlín", no solo había cavado su tumba, sino que también se había condenado a sí misma.

Se había condenado a sí misma, a tenerlo todos los días de ese calvario, penetrándola con fuerza contra su escritorio, hasta incluso a veces, hacerle daño. Sin importarle su bienestar, buscando solamente la satisfacción sexual que podía darle una simple rehén. Condenándose, por completo a que si sobrevivía de allí, jamás podría ser la misma.

Porque siempre lo tendría a él. Acosándola en sus pesadillas, ronroneando promesas que más que ilusionarla, la hacían apretar sus ojos con fuerza para no llorar aterrorizada. Lo recordaría cada maldito día de su vida, cómo el hijo de puta, que la penetraba cada maldito día y dejaba su repulsiva semilla en su interior, obligándola al día después, a tragarse una pastilla anticonceptiva frente a él. Verificando que se la tomara y no la vomitara, para evitar el riesgo de que se quedara embarazada.

Un monstruo. Un verdadero monstruo que si salía viva de esto, lo tendría toda su vida presente. Porque si, Berlín, ese sujeto de sonrisa sádica y cínica, la había literalmente jodido psicológicamente. Destrozándola.

Sin embargo, ella de cierta manera, se podría dar el siniestro placer de saber que: todo ese daño que le estaba haciendo, no era nada comparado con el dolor y angustia que parecía rodear sus pupilas cada vez que la follaba o la obligaba a bailar esa tétrica y melancólica canción.

Todos los días, todos los malditos días, bailando a su lado la misma jodida canción que ya se había convertido en un himno de su tortura.

Y a pesar del miedo que tenía todo el tiempo a su lado, se le hizo imposible no notar los detalles. Los detalles que comenzaron a aparecer en su siempre perfecta fachada, una vez que sus demás compañeros y los rehenes se enteraron de su enfermedad. En la soledad que siempre los rodeaba.

Si, los notó.

La humillación que rodeaba sus ojos cada vez que ella lo miraba fijamente, cada vez que esa mirada completamente melancólica y devastada se escurría en la soledad que parecía traerle el orgasmo, parecía indignarse que alguien notara su debilidad. Lo perdida que parecía tener su mirada cada vez que esa vieja radio comenzaba a sonar con esa melodía de tango, completamente perdida en recuerdos que ella no podía ver, pero hacían que esos ojos siempre vacios y peligrosos, fueran cubiertos por una añoranza completamente perdida. La tristeza con la cual sus ojos la miraban al bailar ese tango, causándole la abrupta sensación de que él no la miraba a ella, sino a alguien más: alguien que estaba en sus recuerdos y que él parecía querer remplazarla por ella al mirar sus ojos fijamente de una manera. Lo rota que se escuchaba su voz, cuando acunaba su rostro cada vez que cantaba esa canción contra sus labios. Como ahora...

BERLERMOOODonde viven las historias. Descúbrelo ahora