3. 𝚄𝚗𝚊 𝚌𝚊𝚛𝚊 𝚗𝚞𝚎𝚟𝚊

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𝙶𝚒𝚟𝚎𝚛𝚗𝚢, 𝙵𝚛𝚊𝚗𝚌𝚒𝚊

Erik miraba por la ventana de su habitación, hacía tiempo que no lo hacía, aunque la mansión de los Bellerose estaba lejos del pueblo y rodeado por un bosque denso y salvaje, siempre estaban aquellos que por la curiosidad de ver al monstruoso y jo...

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Erik miraba por la ventana de su habitación, hacía tiempo que no lo hacía, aunque la mansión de los Bellerose estaba lejos del pueblo y rodeado por un bosque denso y salvaje, siempre estaban aquellos que por la curiosidad de ver al monstruoso y joven barón Bellerose.

Husmeaban sus alrededores para contar una historia a la hora de la cena, a veces eran otros chicos, de su edad, a veces simplemente alguien del pueblo que con un alarido gritaba la palabra: 

Monstruo.

La había escuchado tantas veces que perdía su significado. 

Monstruo, monstruo, monstruo...

 Él la repetía en ocasiones en voz alta sin darse cuenta, casi como hipnotizado.

En esta ocasión los alrededores permanecían vacíos esa mañana de primavera.

Por supuesto, Erik, ya a sus once años había aprendido una lección: Su monstruosidad a la que algunos hubieran llamado rostro, no debía existir para el mundo, ni para él mismo, en su lugar colocaría un perfecto artefacto confeccionado por él mismo, no le gustaba llamarlo máscara, él le llamaba cara, una cara de cuero que con los años perfeccionó en su estudio. 

Hoy justo había estrenado su nueva cara, la había confeccionado de la manera más exquisita posible, era su mejor creación, después de tanta práctica, quería una cara perfecta que asustase lo menos posible a su madre.

Tenía cientos de caras, colocadas con delicadeza en una pared, la primera de todas era la más tosca y fea de todas, pero era la que le recordaba más la razón por la que seguía llevándolas.

Jamás aparecía sin la máscara, tan solo se la quitaba en la oscuridad más densa de la noche, cuando todo parece dormirse y cegarse.

Esa primera máscara la confeccionó hacía siete años, en su cuarto cumpleaños después de averiguar que los espejos eran reales.

Cuando llevaba la máscara, cualquiera pensaría que era un joven de lo más extraordinario, su altura, complexión, cabello y porte eran aristocráticas incluso para un chico tan joven, tenía ese algo que cualquiera hubiera llamado elegancia y porte. Qué ironía.

Llamaron a la puerta de su estudio.

Adelante —manifestó el niño con seguridad.

Con el tiempo había aprendido a tomar el papel que le correspondía en ese lugar, era él quien interactuaba con los pocos sirvientes que quedaban o gestionaba las cuestiones de los arrendatarios y capataces que trabajaban y alquilaban sus tierras, al fin y al cabo aunque para el resto del pueblo él fuera un monstruo, era el dueño de todo lo que les pertenecía; le trataban con el respeto y el miedo que inspira un Barón dueño de sus vidas y sus tierras. Al menos cuando se veían obligados a tratar con él en su presencia.

MONSTRUODonde viven las historias. Descúbrelo ahora