8. Billie

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A cada segundo que pasaba, la cabeza me pesaba más y más, como si estuviese siendo aplastada por el propio aire. Había perdido la cuenta del tiempo que el chico llevaba dentro de casa y mi mente ya se había puesto en lo peor.

«¿Y si no conseguía salvar a mi hermana?»

«¿Y si él también se quedaba ahí atrapado?»

En ese caso, yo tendría gran parte de culpa, y jamás me lo perdonaría.

Ya había anochecido y eso suponía otro obstáculo más en el intento de sacar a mi hermana. La noche había traído consigo un viento gélido que había empeorado la situación, agravando el tamaño de las llamas.

Yo continuaba en el mismo lugar, encogida en mí misma, dejando caer mi espalda contra la piedra del muro. Ni siquiera me atrevía a abrir los ojos, la imagen que tenía ante mí no era algo que quisiese llevar grabado en la retina.

Hacía unos minutos que los bomberos habían llegado, y yo me imaginaba cada uno de sus movimientos y los reproducía en mi mente, con la cabeza enterrada entre mis rodillas. El simple hecho de abrir los ojos me aterraba.

De un momento a otro se hizo el silencio, y vino acompañado de una serie de intensos golpes, que despertaron alaridos entre todos los presentes. Di por hecho que los bomberos acababan de atravesar las llamas.

Durante un buen rato dejó de oírse nada, los pensamientos negativos me abordaron de nuevo y mi situación se descontroló. Estaba cada vez más histérica y me costaba mucho respirar, el nudo de mi garganta había pasado a ser una molesta bola que bloqueaba el paso del aire.

Todo sucedía muy despacio, nunca antes había sentido tanto miedo.

Mentira.

—Acompáñame, tienes que tomarte algo, estás temblando.

Un hombre vestido con un chaleco reflectante se acercó a mí y me sobresalté ante su interrupción. Con el semblante serio apoyó una mano sobre mi hombro, provocándome un escalofrío que me dejó congelada en el sitio.

Negué con la cabeza. No pensaba moverme de aquí hasta que no saliese mi hermana por esa puerta. El médico insistió, pero al ver que no iba a conseguir nada, dio media vuelta. Desde ese momento pude sentir sus ojos clavados en mí desde la distancia.

Me envalentoné y, poco a poco, fui abriendo los ojos. Tenía la intención de encontrar a la abuela, pero desde mi posición no la veía por ningún lado, en realidad no distinguía a nadie. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas que me nublaban la vista.
Pensé en Ema, en la última vez que la había visto. Caminábamos juntas hasta su nuevo colegio y ahora no sabía si volveríamos a hacerlo.

Se formó un alboroto y un destello de nervios me recorrió de arriba a abajo como un calambre. Me froté los ojos para tratar de secar las lágrimas y aclararme la vista, pero entre tanta gente me resultó imposible distinguir lo que estaba sucediendo. Me impulsé con los brazos, sin separarme del muro, hasta conseguir por fin incorporarme y ser consciente del motivo del revuelo.
Por fin, el chico moreno que me había prometido que traería a mi hermana de vuelta, parecía haberlo conseguido. Mi corazón se disparó cuando reconocí la figura de mi hermana entre sus brazos.

Corrí hacia él, cojeaba, tenía la cara toda sucia, quemaduras y heridas por todas partes, pero lo más importante, llevaba a mi hermana en brazos. Lo tenía delante, era mucho más alto que yo. Observé la sangre, que descendía por un lateral de su rostro y me quedé pálida. No podía evitar sentir que estaba así por mi culpa.

Dejé de prestar atención a mi alrededor, sólo tenía ojos para mi hermana, que seguía sin dar señales de vida, apoyada sobre el cuerpo del chico que en ese instante me repasaba de arriba a abajo.

Tras unos segundos bastante incómodos entre los dos, en completo silencio, mi cuerpo se movió por instinto y rodeé al chico con los brazos. Lo abracé impulsivamente, y también a mi hermana que parecía inconsciente, o eso preferí pensar cuando los ojos se me llenaron de lágrimas al volver a tenerla cerca. Segundos más tarde, recuperé el control de mis movimientos y reculé, un poco asustada por mi arrebato, con el corazón en un puño. Evité observar la expresión de él clavando mi mirada en el suelo, pero estaba segura de que me estaba dando otro descarado repaso.

El mismo doctor de antes nos interrumpió y apoyó los dedos sobre el cuello de mi hermana durante unos segundos, los más largos de toda mi vida.

— ¡Tiene pulso! —exclamó, rompiendo el aterrador silencio que se había formado en toda la calle.

Lo que sentí tras esas dos palabras no hay forma de describirlo, simplemente volví a ser yo otra vez. El miedo ya no me dominaba y pude volver a controlar mis movimientos, aunque mi cuerpo todavía no estaba relajado y como consecuencia, continuaba temblando.

Varias enfermeras se acercaron con una camilla y tumbaron a mi hermana sobre ella.

La abuela apareció por detrás y me lancé hacia ella, ahora era la única persona en la que podía confiar. El miedo había quedado relegado a un segundo lugar y ahora era alivio lo que reflejaban sus ojos. Todo este tiempo había estado culpándose injustamente.

Subieron a Ema a una de las ambulancias y ella la acompañó.

— ¿Es tu hermana, verdad? —me volví de un salto, me asustó oírlo de repente. El chico me miraba desde su altura.

Asentí.

—Gracias... —murmuré y agaché la cabeza, centrando especial atención en mis uñas.

De repente, sentí unas ganas terribles de vomitar, me incliné hacia delante tratando de alejarme de él y expulsé todo lo que me quedaba en el cuerpo. El chico se inclinó rápidamente hacia mí y me sujetó el pelo por detrás. Se me erizó el vello de todo el cuerpo y se acentuaron mis ganas de vomitar. Si él lo notó, no añadió nada al respecto.

—Tiene que verte un médico, y a mí también— indicó mientras yo me reincorporaba, y pasó sus dedos por la terrible herida que tenía en la cara, manchándose de sangre y quejándose de dolor— ¿Esto es suyo?

Se sacó algo del bolsillo mientras nos acercábamos a las ambulancias y me lo mostró, el audífono.

Abrí los ojos sorprendida, sabía que no me había entendido cuando había intentado explicárselo.

El chico empezó a toser bruscamente y un médico vino hacia nosotros, me metieron en una de las ambulancias y di por hecho que a él también.

El pequeño habitáculo me produjo una sensación agobiante, claustrofóbica, y agradecí que fuera una mujer la encargada de acompañarme. Me entregó una pastilla benzodiacepina y haciendo un esfuerzo sobrehumano por liberar mi garganta, conseguí tragármela y dormir un poco.

***
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Pasado mañana más.

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