ESE DIA

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Tiempo Pasado

El amanecer era bello,
un lienzo de colores,
prometiendo nuevas esperanzas.
Un tiempo que se me escapaba
sin previo aviso entre mis dedos,
y no sé cómo sucedió:
cómo todo se deslizó,
mientras aún llevaba en mi pecho
la rosa de mis días pasados.

Ese día casi mágico,
te convertiste en la rosa que amé
sin tregua ni descanso.
Pensé que era terquedad,
que el amor se desvanecería,
ignorando mi amarga equivocación.
¡Oh, rosa que al contemplarte
llena mis entrañas
de dulces emociones y amargas lamentaciones!

He visto tus espinas
y he sido testigo del dolor que infligen,
y aun así, mi amor por ti crecía
en la penumbra de tu calidez.
Te vi marchitar,
cada pétalo que caía
desgarrando mi alma
en pena y aflicción.

Aquí estoy,
como un gorrión perdido en el cielo,
cautivo en la incapacidad
de revelar mi sentir.
Un torbellino de emociones
me asfixia cada día,
en sombras de pensamientos
y momentos que deberían ser felices.

Ese silencio que arrastro
es un eco de lo que he perdido;
tú, la rosa que no supe cuidar,
la oportunidad que dejé escapar.
Hoy anhelo el valor de abrazarte,
de confesarte que siempre has sido
mi debilidad, mi eterno anhelo.

Deseo volver atrás,
tomar tu mano
y susurrarte al oído
lo que mi corazón nunca se atrevió a decir:
que siempre has sido mi todo,
la rosa floreciendo en el silencio de mi amor.

GERMAN GONZALEZ. 

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4 de Abril, Lunes, 7:00 am, 2022

Hace un tiempo dije que me arrepentía de todo, pero no lo cambiaría. Esa contradicción es lo que me mantiene vivo, supongo. Mi corazón respondió aquel día con dureza: "Era tu momento de amar, pero no lo hiciste". Me lo repito constantemente, una y otra vez, como un castigo que no puedo evitar. Quizá nunca supe lo que era amar de verdad. Quizá el amor me esquivó en su juego cruel, dejándome solo con deseos y caricias fugaces, pero sin una esencia que pudiera sostener.

Corría desesperado, sin un rumbo claro, como si el mundo se desvaneciera bajo mis pies. Los perros me perseguían, ladrando con furia a mis talones. Eran las doce y diez de la noche, y no había nadie alrededor. Solo yo, los perros y dos borrachos que vi tambalearse dos cuadras atrás, sumidos en su propio limbo de alcohol y humo. Me enfrentaba al vacío, el riesgo latente que muchos ven como el último placer de esta vida. Venía corriendo desde el cementerio, como si huir de los muertos me permitiera encontrar algo de vida en mí. A veces pienso que los lugares más oscuros esconden las almas más bellas. Mujeres hermosas, atrapadas en esquinas peligrosas, ofrecían promesas efímeras bajo luces moribundas. Sus cuerpos eran templos que jamás había entrado, pero que ansiaba con una intensidad animal.

La lujuria, ese viejo amigo al que vuelvo una y otra vez, me susurraba al oído. Un susurro tan dulce y cruel que me hacía sentir más vivo, aunque sabía que solo estaba cavando mi propia tumba. Aquel deseo incontrolable que surge en los momentos más oscuros, donde la razón se desvanece y solo queda el instinto. Esas mujeres, su piel, su perfume que se mezcla con la noche... El placer de la carne es tan engañoso, tan pasajero, pero ¿qué otra cosa queda en una vida donde todo parece perder sentido?

El calor de la noche me envolvía. Me encontraba rodeado de multitudes, pero estaba más solo que nunca. Entre el ruido de las conversaciones vacías y los pasos apurados de los que aún tienen algo que perder, yo, Frank de los Ángeles González, observaba todo como si ya no perteneciera a este mundo. Nací en un pequeño pueblo, escondido entre montañas gigantes y bellas. Allí, los amaneceres acariciaban la tierra con suavidad, y las noches caían como un manto de paz, o eso era lo que pensaba en mi juventud. La vida parecía más simple en ese lugar donde los volcanes vigilaban desde lejos, con sus tierras negras y verdes, como testigos mudos de nuestros errores.

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