Capítulo 3

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"El mayor enemigo que tendrás que vencer siempre está dentro de ti" —Friedrich Nietzsche.

En el suelo, tendida contra la pared, Mildred desfallecía en los pasillos que conducían a las habitaciones. Sus ojos cerrados ocultaban las pupilas dilatadas por el dolor. Su cuerpo temblaba por la creciente agonía de su pecho. Una mano preocupada tocó su frente húmeda y susurró palabras suaves a su oído.
—¿Es otra crisis, verdad? ¿Por qué no me lo dijiste? —le reprochó Astrid arrodillada a su lado, mientras acariciaba su cabello.
—Estoy bien la mayor parte del tiempo, además no suelen ser frecuentes.
—Te lo pregunté muchas veces y me aseguraste que no habías vuelto a recaer. Me prometiste que me lo dirías si eso pasaba. ¿Desde cuándo me mentías? —preguntó dolida.
Los ojos de Mildred se abrieron y se encontraron con los ojos lastimados de su hermana, su pequeño ángel.
—No quería preocuparte, no valía la pena —susurró con la voz entrecortada en aquel solitario lugar—. Si algún día muero...
—No te atrevas a seguir —la interrumpió Astrid enojada—, te pondrás mejor después de descansar; te llevaré a mi habitación —dictó, tomando del brazo a Mildred para levantarla.
En la planta baja, el almuerzo había llegado a su fin; los dos hombres ahora se encontraban en el desordenado estudio.
—¿Viste el fenómeno de esta mañana? —le preguntó Cassis.
—Por supuesto —Alexander se sentó en su escritorio con la tinta negra esparcida.
—El clero está aprovechando la situación, está reuniendo personas; a este paso, nuestros esfuerzos serán en vano. Cada día es más difícil caminar por las calles sin peligro de ser atacado. Tenemos que hacer algo.
—No podemos apresurarnos; podríamos arruinar el esfuerzo de meses o incluso años.
—Si no hacemos algo, podría ser peor —Cassis se sentó en uno de los muebles desgastados del lugar y acarició el puente prominente de su nariz.
—No podemos poner en riesgo la organización; si lo arruinamos, el esfuerzo y el sacrificio de muchos habrán sido en vano —Alexander miró atentamente el cuadro en la pared de enfrente; una mujer de cabellos negros con ojos ambarinos se encontraba retratada con cuidado.
—¿Crees que los caídos tengan que ver con esto? —como si Cassis estuviese haciendo un monólogo continuo—. Hace varios años una estrella también cruzó nuestro cielo vacío; fue la primera vez que vi una con mis propios ojos —hizo una pausa—. En ese entonces era un niño; tenía una amiga que siempre me contaba que tenía pesadillas. Soñaba con que alguien se la llevaba en las noches, se sumergía en un lugar del que no podía escapar y sentía mucho dolor.
—Es la primera vez que me hablas de esto. ¿Qué le pasó? —preguntó Alexander mientras observaba el ceño fruncido de Cassiel.
—El día que la estrella cruzó el cielo, ella desapareció sin una nota, sin un solo rastro.
—Podría no estar relacionado; muchos niños se pierden día a día.
Cassiel hizo un ademán de negación; sus ojos parecían nublarse por los recuerdos.
—Sus padres hicieron lo imposible por encontrarla, revisaron toda la ciudad. Un mes después ella apareció. Su cuerpo... —las palabras se trabaron en su garganta, imposibles de ser pronunciadas—. Yo la encontré; era una niña, tenía toda una vida por delante. Sé que ellos se la llevaron y la destrozaron.
—Lo siento mucho —intentó consolarlo Alexander.
Cassis se levantó del asiento con lentitud; su voz ronca impregnó una última vez la habitación:
—Ten mucho cuidado con tus hijas; nunca se sabe cuál será su próxima víctima. Me retiraré por el momento, buscaré más información sobre las acciones del clero; hasta entonces, espero que tengas un plan. —con un ademán de despedida, salió por la puerta sin mirar atrás.
Con un par de pasos y suspiros, el cuerpo del Señor Xerxes llegó a la puerta principal y antes de que sus largos dedos giraran el picaporte, una voz lo llamó.
—Señor —como si no recordase su nombre —¿Por qué... —Mildred se encontraba al final de las escaleras con el rostro pálido y pequeños cabellos que escapaban de su peinado pegándose a la piel húmeda—. ¿Por qué mi padre era un canalla? —preguntó como si no pudiese olvidar aquella conversación que habían tenido antes del almuerzo. El Señor Xerxes la miró por encima de su hombro y se arregló la estrujada camisa con los primeros botones abiertos que resaltaban el largo pantalón índigo.
—Tu padre era el tipo de persona que te apuñalaba con una sonrisa en el rostro. Espero que tengas una buena tarde —se despidió sin brindarle una explicación y dedicándole una pequeña sonrisa antes de desaparecer tras la puerta.
Sin mucho tiempo para interiorizar las confusas palabras, la puerta del estudio se abrió revelando la figura de Alexander y metros atrás de ella resonó la voz de Astrid.
—Papá, mi tía me prometió un regalo, así que saldremos por un rato -pidió permiso bajando las escaleras en compañía de su tía. Con una sonrisa amplia en el rostro se detuvo en el escalón donde estaba su hermana, y la abrazó con fuerza mientras le susurraba:
—Prométeme que descansarás.
—Espero que disfruten su paseo, tengan mucho cuidado —la voz de Alexander las interrumpió.
—Sí, papá —Astrid tomó el brazo de su tía y antes de salir miró una última vez a Mildred, que la despedía con un gesto de mano.
Un pequeño silencio interrumpido solo por el leve susurro del viento en las hendijas de las ventanas cubrió con su manto el lugar. Como una capa invisible que abraza y lo envuelve todo a su alrededor generando una sensación de soledad.
—¿Tú también crees que arruinaré a esta familia? —preguntó haciendo alusión a la conversación que había escuchado hace una hora.
—Eres mi hija, ¿cómo podría pensar eso?
—No biológica —resaltó—. Mi madre te obligó a adoptarme como requisito del matrimonio.
—Eso no es cierto —Alexander la miró con ojos lastimados—. Ella te quería mucho y sufrió por no estar a tu lado hasta el último aliento. Sé que puedes estar dolida pero...
—No estoy dolida —Mildred lo interrumpió—, solo te pueden lastimar las personas que amas, y no puedo amar a alguien que no conocí.
—Nos lastimamos cuando amamos y también cuando esperamos algo que nunca recibimos, Mildred —continuó Alexander con su vista en el suelo—. Aún eres joven y hay muchas cosas que no puedes entender, quizás el día que seas madre...
—Mi cuerpo es muy débil para engendrar un niño, moriría en el intento —apoyó su cuerpo en el pasamanos de la escalera—. Y a diferencia de mi madre, no abandonaría a mi hijo a su suerte.
—Eres mi hija, Mildred, aún cuando no nos una un lazo de sangre. Quizás algún día puedas entender cómo se siente.
—No respondiste mi pregunta —tras unos suspiros volvió a hablar.
—La respuesta es no —Mildred asintió cansada como si esperara esa respuesta —.¿Cómo está tu salud? Tu abuela me escribió que tenías crisis muy seguidas.
—Mi abuela es exagerada —mintió descaradamente.
—Puedo ver tu semblante, y sé que no estás bien. Tengo varias conexiones, quizás alguno de mis amigos pueda ayudarte.
—Ya lo intentamos una vez y no funcionó. Si voy a morir prefiero hacerlo sin someterme a pruebas inútiles.
—No seas pesimista, eres muy joven para morir.
—La muerte no tiene edad —concluyó y como si eso fuera tabú para ella, cambió de tema —.¿Qué deseaba tu amigo? Las calles parecen tensas. Escuché muchas cosas de camino aquí. ¿Tiene que ver con la estrella?
—Eres muy perspicaz —dijo Alexander sorprendido por el giro de la conversación —.¿Crees en Dios?
—No —respondió sin dudarlo.
—¿Alguna vez escuchaste las historias de los 100 sobrevivientes?"
—Por supuesto. Mi abuela solía contármelas todas las noches —Mildred miró el techo intentando recordar —.Dios nos castigó por nuestros pecados, llevó a la humanidad casi hasta la extinción. Las estrellas cayeron del cielo destrozando la tierra, el sol se oscureció por el pecado y el cielo se tiñó de rojo por la sangre derramada. Nuestro mundo quedó manchado para recordarnos cada día nuestros errores, para que sucumbamos ante el miedo, o al menos eso cuentan las historias.
—Para ser alguien que no tiene fe, las conoces muy bien.
—No puedo evitar pensar en ellas cuando vi la estrella, al inicio jamás pensé que fuese una —se justificó —, fue deslumbrante.
—Cassis y yo creemos que están ocurriendo cosas muy malas, Mildred —le habló como si fuese una niña pequeña —. Muchas personas están desapareciendo sin rastro. ¿Crees que Dios haga justicia? —sus palabras la tomaron por sorpresa.
—No soy creyente —repitió —No puedo darte una respuesta a eso.
—Entonces tampoco crees en los demonios —susurró Alexander con la mirada baja.
—El único demonio que conozco es mi conciencia —dijo acariciando su cabeza adolorida.
—Deberías descansar —le sugirió —. Le escribiré a Sophia para que sepa que llegaste —le habló por última vez antes de entrar al estudio.
Nuevamente el silencio abrazó su alrededor provocando una atmósfera de quietud y tranquilidad. Los pensamientos fluyeron con libertad a la vez que sus piernas la dirigían a la sala mugrienta donde aún descansaba su maleta. Sus rodillas tocaron el piso y deslizó con cuidado la cremallera de la antigua maleta. Sus manos apartaron la ropa vieja hasta alcanzar en el fondo el viejo guardapelo de su abuela. El frío metal en sus palmas aún contenía los grabados muy elaborados que con el pasar de los años comenzaban a desaparecer.
Después de organizar todo el desorden y sujetar con fuerza el adorno en su mano, sus pasos una vez más la condujeron hasta las escaleras del segundo piso. Y aquella vieja habitación donde había vivido llamó nuevamente su atención, como si la hipnotizara.
—Te noto inquieta —le susurró aquella vocecita en su cabeza que con el pasar de los años había aprendido a ignorar —. Puedo ayudarte si hablas conmigo.
Mildred avanzó por el pasillo con cautela sintiendo el aire enrarecido que se adhería a su piel. Cada paso resonaba en el silencio opresivo interrumpido por los susurros de esa voz que la torturaba con palabras dulces. Su cuerpo solo se detuvo en aquella habitación abandonada que había intentado olvidar los últimos tres años.
—Oh, ahora lo entiendo —insistió más fuerte —. Has vuelto a ver a tu hermana —continuó tejiendo palabras —. Siempre estás inquieta a su lado. ¿Verla te recuerda la razón por la que la eligieron a ella y no a ti?
—Cállate —susurró Mildred sentándose en el suelo sucio y abrazando con fuerza sus rodillas —Déjame tranquila —escuchó como aquella voz se reía de ella sin contemplación, y sin esperar más enterró su cabeza entre sus rodillas. Como si encontrase consuelo en el silencio, sus ojos se cerraron mientras su cuerpo era iluminado por el haz de luz que se filtraba en el lugar donde el polvo danzaba con belleza.

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⏰ Última actualización: Mar 24 ⏰

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