Capítulo 1

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"Caminante, son tus huellas
El camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
Se hace camino al andar.

Al andar se hace el camino,
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda que nunca
Se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino
Sino estelas en la mar."

"Caminante, no hay camino" - Antonio Machado.

El día jueves 28 de septiembre en el año LVI D.a*, en la ciudad de los condenados, Monsacarus, se percibía una atmósfera cargada de tensión y miedo. La inquietud de los habitantes perturbaba sus quehaceres cotidianos, incluso las mentes más brillantes temían ante los eventos desconocidos, como cualquier ser humano en la tierra. Todo aquel miedo desencadenado por la difícil situación que había surgido años atrás había retomado su lugar con tanta fuerza como antes, o incluso más. En esa mañana, tras levantarse para su rutina diaria, Astrid observó cómo el cielo teñido por el arrebol era atravesado por una brillante estrella, como si hubiera explosiones de colores en el cielo. Incluso una criatura que había recibido una educación rigurosa bajo la influencia escéptica de su padre Alexander, quien solía desestimar los libros de fantasía que devoraba con pasión, se vio tentada a creer que aquello era obra divina. -¿Qué crees que está ocurriendo? - preguntó a su padre cuyos ojos verdosos reflejaban sus propias dudas. Para sorpresa de la joven, después de muchos años vio a su padre, a quien consideraba omnisciente, tambalear en sus convicciones.
El resto de la mañana transcurrió de forma extraña; su padre, quien no acostumbraba a dejarla sola, se reunió con antiguos compañeros en la academia de ciencia y arte Thoptah, donde había estudiado y conocido a su difunta madre en su juventud. Mientras esperaba a su tía Natalie, quien cada fin de mes realizaba las compras para subsistir, Astrid se sumergió en otro de los tantos libros románticos olvidando por completo lo que ocurría a su alrededor. Cuando finalmente apartó la vista de las páginas amarillentas y desgastadas, la ansiada tarde había llegado.
La brisa septembrina anunciaba el fin del verano y acariciaba los oscuros cabellos rizados de una joven pálida como el papel. Sus manos ásperas sostenían con esfuerzo una pesada maleta de cuero que guardaba solo unas pocas prendas y un valioso guardapelo heredado de su abuela. Bajo la sombra de un árbol contemplaba la antigua casa con el emblemático escudo de un vendaval en el corazón de Monsacarus.
Su atuendo desprovisto de encajes y adornos provocaba curiosidad entre los transeúntes agitados por el bullicio. La vestimenta hecha de tela sencilla incluía una blusa blanca arrugada por el extenso viaje en carreta y una larga falda hasta sus tobillos de un color azul desvaído por el tiempo. Aquel atuendo desaliñado se había llevado más de una mirada incómoda o curiosa como si estudiase un nuevo espécimen y lo presente a sus ojos no fuese un ser humano.
Tras un profundo suspiro cargado de emociones encontradas, la niña avanzó con determinación hacia la deteriorada residencia que alguna vez fue símbolo de opulencia. Los pasos decididos de la joven resonaron al tocar con firmeza la puerta carcomida con detalles metálicos. A ambos lados se alzaban columnas verdes cubiertas de musgo como en el resto del edificio, rodeado por enredaderas como si fuera un castillo.
Las bisagras oxidadas de la puerta chirriaron fuertemente interrumpidas por la dulce voz de la joven ante sus pasos.
—Mildred —la llamó con cariño abrazándola. El suave perfume de su cuerpo rozó su nariz afilada y sus largos cabellos rubios enredados como los suyos le hicieron cosquillas en el cuello.
Una sensación indescriptible llenó su corazón como si fuera miel un abrazo cargado de significado para ella. Se sentía como en un hermoso sueño donde ni la culpa ni su demonio se atrevían a entrometerse. Con prisa la invitó al interior de la casa. Sus primeros pasos sobre el suelo de madera manchado y agrietado la llevaron a una sala decorada con cortinas sucias que cubrían las ventanas.
Un papel tapiz verde descolorido adornaba las paredes, en armonía con los muebles antiguos y oscurecidos por el tiempo. Tres sillones y una pequeña mesa se encontraban en el centro, iluminados por lámparas cubiertas de telarañas que colgaban del techo.
—¿Cómo has estado? —preguntó, recordando los tres años sin verse. La distancia, contrariamente a lo deseado, comenzaba a realizar estragos en su relación. A pesar de haber compartido parte de su infancia y tener un fuerte vínculo familiar, no era suficiente para disipar la extraña sensación que las envolvía.
—Es... —sus palabras se vieron interrumpidas por los gritos tras abrirse bruscamente la puerta principal.
—¡Astrid! ¡Me encontré con tu padre en el camino! —exclamó una mujer de mediana edad con cabellos castaños y rostro ligeramente arrugado—. Me contó que te dejó sola, ¡qué irresponsable! —su tono fue bajando al descubrir a un nuevo invitado en la casa; su rostro antes sorprendido se transformaría en desprecio—. ¿Qué haces aquí? —preguntó con desdén sin siquiera saludar, detalle que Mildred señalaría.
—También estoy encantada de verte, querida tía —dejó caer su maleta cerca de sus botas polvorientas y se sentó cómodamente en el sillón, avivando la ira de su tía.
—Parece que una rata se ha colado en nuestra casa —dijo Natalie perdiendo toda elegancia.
—¡Tía! —exclamó Astrid avergonzada al escuchar las palabras de Natalie y luego tomó las bolsas que apretaba con fuerza como si así liberara toda su ira—. Calmemos un poco, por favor.
—Tranquila, Astrid, es normal que las víboras escupan veneno.
—¡Tienes una boca tan sucia como tu madre! ¡No eres bienvenida aquí! —su rostro se ruborizó mientras señalaba la puerta con el dedo.
—¡Tengo derecho a ver a mi hermana y ser parte de su vida, eso incluye visitarla! —Mildred se levantó bruscamente del sillón.
—¿¡Para matarla como hiciste con tu madre!? Solo Dios sabe cuánto ha sufrido tu abuela. Solo sabes traer problemas a esta familia —palabras tan hirientes dejaron a Mildred sin aliento.
—Por favor, basta —susurró Astrid tapándose los oídos con sus suaves manos que previamente habían dejado las bolsas sobre la mesa central.
En ese instante, la sala quedó sumida en un silencio total, como si estuvieran dedicándole minutos a un difunto. Solo el tintineo de las llaves en el cerrojo interrumpió el silencio sepulcral. Pasos tranquilos y elegantes atravesaron el umbral llamando la atención de todos los presentes. Un hombre de mediana edad apareció a sus ojos. Sus cabellos finos y rubios como el oro caían en su larga frente avanzando con una sonrisa apenas oculta por los retoños de una barba.
—Alexander —fue el pequeño saludo de su tía presa del pánico al recién llegado.
—Papá —los ojos de Astrid se iluminaron ante su presencia y no dudó ni un minuto en lanzarse a sus brazos.
—Feliz cumpleaños, cariño —sus palabras la tomaron por sorpresa y sus ojos avellana se agrandaron al ver la pequeña cajita oscura que sacaba de su bolsillo —.Esta mañana me encontré con un viejo amigo tras salir de la reunión, y me ayudó a terminar los últimos detalles. La melodía la conoces muy bien —le explicó mientras depositaba la pequeña cajita de música en sus manos.
Los ojos de la cumpleañera se nublaron, no por la alegría sino por los recuerdos casi olvidados en su memoria. Palabras y toques que reproducían sensaciones tristes y felices al mismo tiempo que la melodía endulzaba su oído. ¿Cómo olvidarlo? La voz que cantaba para ella todas las noches esa canción, y que le había sido arrebatada a la fuerza y de raíz dejando un profundo vacío que parecía no llenarse nunca.
—Gracias —con la voz ahogada, abrazó una última vez a su padre para impedir que las lágrimas salieran. Fácil sería esa tarea, pero difícil olvidar la triste sensación que había despertado en ella. Alexander acarició su cabello enmarañado y, tras separarse del emotivo abrazo de su hija, saludó a los demás presentes en la sala.
—Mildred, me alegra que hayas llegado. Has crecido mucho desde la última vez. ¿Cómo estás tú y Sophia? —preguntó con amabilidad mientras colocaba su mano robusta en su hombro.
—La salud de la abuela ha mejorado mucho. Lamentablemente, por mucho que persistiera en que me acompañara, se negó. Alegó que alguien debía quedarse a cuidar la casa.
—Es una pena. Me alegra que al menos tú estés aquí. Es la primera vez que viajas sola, debió ser un viaje agotador.
—Así es —respondió tras un suspiro.
—Dentro de un rato tendremos un almuerzo en familia; mientras tanto, sube y descansa un poco.
—Se lo agradezco —intentó tomar la maleta para subir, pero fue impedida por Alexander.
—No te preocupes por eso, la subiré después. Astrid, acompaña a Mildred a la habitación.
—Sí, papá.
Antes de desaparecer por el pasillo a la izquierda, Mildred observó por última vez la habitación llena de polvo. La chimenea de mármol, cuyo fuego abrigaba las noches invernales, brillaba como el único resplandor de pureza. En aquel lugar destartalado todo parecía abandonado u olvidado por el mundo, como si lo único que vivía allí no fuera más que cucarachas y roedores.
Una vez que el sonido de los pasos de sus hijas desapareció, la voz ronca de Alexander resonó en un tono de advertencia.
—Hablemos en mi estudio, Natalie.
El pasillo estaba decorado con retratos de antiguos familiares; aunque muchos habían sido cambiados por su madre al heredar la casa y actualmente permanecían en el ático. La luz del sol que entraba por las escasas ventanas revelaba la madera desgastada bajo sus pies. Entre las paredes semidesnudas y los pocos adornos que reflejaban una época pasada de esplendor —ahora desvanecida—, se erguía una fortaleza inquebrantable ante las adversidades cotidianas en un mundo marcado por el dolor y la miseria.
A la derecha estaba la cocina donde ni siquiera los rayos del sol se atrevían a penetrar; insectos revoloteaban alrededor de comida podrida y platos sucios cubiertos de moho.
A la izquierda estaba el comedor, mucho más presentable y limpio que el resto de la casa; y más al fondo se encontraban las escaleras que conducían al segundo piso. Los pasamanos de hierro oxidado adornaban la madera pulida de los escalones marcados por el tiempo, crujiendo al ritmo de los pasos.
—Perdónala —susurró mientras terminaba de subir las escaleras —, realmente no es una mala persona. En el fondo es alguien muy amable.
—Solo es así contigo; nunca ha mostrado ni un ápice de bondad hacia mí —a sus pasos se encontraban una serie de habitaciones viejas algunas en mejor estado que otras —.Es igual que Alexia.
El techo elevado del segundo nivel con detalles arquitectónicos le habrían otorgado un toque de elegancia en su época; ahora no era más que guaridas de aves. Sin esperar nada, los pasos de Mildred la llevaron a la última sala a la derecha. La recibió una puerta entreabierta que revelaba una habitación desierta impregnada por la tristeza.
—No hables así de mamá, ella te quería mucho y lo sabes —la reprendió Astrid intentando seguir su paso.
—Una madre no elige entre dos hijos —gruñó entrando a la habitación oscura.
—Puede haber una razón para sus acciones —abogó desde el umbral de la puerta.
Mildred miró detenidamente por encima de su hombro a Astrid, su mirada lastimera como si sus palabras revivieran viejas heridas que nunca sanaban. Luego volteó su mirada hacia la habitación desordenada, como si su garganta se hubiera cerrado y las palabras no fueran suficientes para explicar el dolor que la acechaba; el dolor de la traición.
Frente a ella se encontraba una habitación antigua y sucia; el olor del polvo y los libros antiguos se arremolinaban en su nariz respingada. Entre el escaso mobiliario se incluía, al fondo, una cama simple de lana; al lado de la puerta, un pequeño escritorio y una silla desgastada cubiertos por sábanas grises. En una esquina apartada, un viejo armario donde se congregaban las arañas y por donde se colaba el susurro del viento, trayendo consigo el frío en el invierno. Aquel lugar antiguo tenía impregnados los primeros años de su vida.
—Perdona el desorden —señaló Astrid con su vista los libros apilados en la alfombra —Cuando recibimos la carta, no tuvimos mucho tiempo para limpiarlo todo.
—Está bien, el correo suele tardar mucho —atravesó la habitación y lentamente corrió las cortinas permitiendo la entrada del sol.
—Mañana papá y yo terminaremos de limpiar; puedes dormir esta noche conmigo.
—Gracias —respondió palpando todo a su paso.
Los labios de Astrid se abrieron y cerraron como si las palabras se estancaran en su garganta, mientras que su hermana parecía estar envuelta en el manto de su pasado. Su mirada fija en su entorno despertó en ella un recuerdo borroso, casi como un sueño o una pesadilla. La imagen difusa de una niña en soledad. Sus ojos oscuros derramaban lágrimas, como quien sabe que hizo algo malo. Las manos pequeñas apretaban con fuerza la falda azul entre sus piernas, presa del pánico que su cuerpo dejaba notar en ella. Estaba desplomada en el suelo con su espalda apoyada en la pared, como si estuviera atrapada y los juguetes a su alrededor fueran su única compañía por el resto de la eternidad. En ese momento, palabras que se habían aferrado a su mente con fuerza resonaron advirtiéndole una vez más: "No hables con ella".
—Mildred —asustada saltó en su lugar ante el toque cálido de Astrid —.¿Estás bien?
Su rostro mostraba su preocupación; las cejas rectas y finas iguales que las suyas. A primera vista, su apariencia era contradictoria, totalmente distinta para ser hermanas. Cualquiera podría dudar de la legitimidad de la sangre que corría por las venas de ambas niñas; solo aquellos que conocían la historia podrían entenderlo.
—Sí, solo necesito refrescarme un poco —respondió mientras seguía debatiendo ese vago recuerdo que muchas veces no le permitía dormir.
—Te acompañaré a la cocina —dijo con un tono preocupado.
—No, conozco el camino —sin esperar respuesta caminó de vuelta al pasillo como si estuviera desafiando a su sombra.
—Mi habitación está al lado, como siempre —la voz de Astrid se escuchó desde su espalda como si le indicara que podría volver en cualquier momento; como si esas palabras quisieran decir algo más.
Nuevamente el eco de sus pasos resonó por el pasillo, como el latido de un corazón solitario en la oscuridad. Con cada avance, su sombra se proyectaba en las paredes, danzando en silencio como única testigo de su travesía. Un aire pesado se había acentuado en sus entrañas, envolviéndola en una atmósfera densa y opresiva que parecía ahogarla lentamente; como si estuviera atrapada en un sueño del que no podía despertar. Se había sentido numerosas veces de la misma manera, como si el destino la obligase a enfrentarse a sus fantasmas. Sus pies, aún cubiertos por las incómodas y dolorosas botas negras, bajaron rápidamente las escaleras entre suspiros. Ni siquiera la débil luz del sol iluminaba la cocina pestilente con pálidas paredes impregnadas de humedad. Los muebles de madera oscura se alzaban entre las baldosas desgastadas y resbaladizas. Un viejo fregadero de hierro exhibía únicamente vajillas sucias como si estuvieran olvidadas; y a su lado un fogón de hierro, centro de aromas tentadores. Aquel exquisito olor se mezclaba con la podredumbre de las cenas anteriores, fijándose en cada rincón de la estancia. Antes de pasar el umbral que conducía a aquel desolado lugar, un murmullo casi ininteligible llamó su atención.
—Ella no puede saberlo —escuchó palabras que solo servían para avivar más la llama de la tentación. Habría reconocido su voz a millas, incluso si no fuera suficiente; en esa vieja casa solo vivían él y su querida hermana, su tía era una de las tantas visitas que acostumbraban a transitar. Aún así, sería muy poco educado escuchar una conversación que no estaba dirigida a ella y más si se trataba del dueño de la casa, que le había permitido una cama y una comida. Aunque las palabras que seguirían a continuación tirarían por la borda todo pensamiento educado.
—Todo lo que toca lo destruye. Acabará con esta familia —en ese momento sus puños se apretaron con fuerza. Reconoció la voz áspera que siempre lanzaba veneno y, como no, sabía perfectamente que hablaba de ella —.Es como si tuviese algún tipo de maldición sobre ella.

D.a* -después del Apocalipsis.

Resilencia entre penumbras.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora