Capitulo VII

129 20 24
                                    

Anthony.

Odiaba ese internado, esa jaula de lujo. Odiaba a mis compañeros de clase, que no hacían más que molestarme por mi mala pronunciación del Francés. Odiaba a los profesores por no hacer más que lanzarles miradas de exasperación. Odiaba a mis padres por haberme enviado ahí. Pero, sobre todo, odiaba a Tiana Müller por haberme traicionado, y a mi mismo por haber confiado en ella.

Si hubiera sospechado que, por acusarme de manera injusta de la muerte de ese estúpido perro, que si bien yo no lo hice, hubiera agradecido a quien si lo hizo si ella me hubiera dado tiempo de averiguarlo antes de, consciente o inconscientemente, directa o indirectamente, lanzarme a esta selva de hienas.

Ya llevaba seis meses en este infierno, y la verdad es que la situación no mejoraba tan rápidamente como mi léxico, y lo odiaba, porque aún no podía llegar antes que los profesores a la clase sin que mis compañeros empezarán a lanzarme papeles con insultos escritos en francés. Contrario a ello, ya no esperaban que saliera de mi habitación o entrara al aula, sino que se metían en mi cuarto y lo destrozaban todo mientras yo dormía o me pintaban todo el rostro. Y si estaban demasiado exhaustos para levantarse de la cama para ir a molestarme, me alcanzaban en el pasillo y empezaban a molestarme, a burlarse, a gritarme, en medio del pasillo.

Como ese día; yo iba caminando, como de costumbre, a mi primera clase del día, cuando uno de mis compañeros se me pegó al lado y empezó a caminar conmigo. Me tensé de manera casi involuntaria y trate de acelerar el paso, pero él fue más rápido: metió uno de sus pies entre los míos.

La caída fue inevitable, y apenas me di cuenta de lo que había pasado cuando ya estaba en el suelo, con mis libros a mi alrededor y las manos y el culo doloridos porque se había llevado la mayor parte del impacto.

Me preparé para las risas, las burlas, me preparé para los insultos, a veces demasiado rápidos para intentar  entenerlos o traducirlos... Pero estos no llegaron. No, de hecho, nadie en el pasillo soltó ni una pequeña risa, nadie dijo nada ni se movió. Todos estaban con los ojos muy abiertos, posados en algo detrás de mí.

Por un momento, creí que era algún profesor —aunque esa no era una zona muy concurrida por ellos—, o la directora, pero cuando me giré y vi que, haciendo una U a mi espalda, había un grupo de chicos de distintas edades, no supe que pensar ni como reaccionar, y solo me los quedé mirando.

Estaba por preguntar que sucedía cuando una de ellos, una chica rubia de ojos miel, se inclinó un poco hacia mí y me ofreció una mano mientras una morena castaña recogía mis pertenencias del suelo.

«Me ofreció una mano. No me intentó consolar o levantar ella misma. Me ofreció una mano para ayudarme, no para hacerlo por mí». Era solo un niño, tenia ocho años apenas, y no sabía lo que esa diferencia significaba, pero tiempo después...

Acepté su mano, algo desconfiado después de tantos meses de abusos y groserías y burlas por todos los demás, y ella tiró suavemente para indicarme que me levantara. Lo hice, y ella dijo:

—Espero que estén prestando atención a su rostro, porque a partir de ahora, será la imagen del respeto.

La miré de reojo, no podía tener más de doce años, quizás menos, pero hablaba con una autoridad y pertenecía que, incluso los mayores que nosotros, los que estaba a punto de graduarse, le guardaban una especia de... Reverencia.

—¡Ahora váyanse a sus salones! —En estampida, todos despejaron el pasillo, menos el grupo que la acompañaba, y solo entonces, ella me miró, y esa expresión severa se agrietó cuando esbozo una sonrisa lo más de desconcertante por lo cordial y alegre—. Me llamo Gretta Lambert —se presentó, y me tendió una mano—. Tu nueva amiga y guía espiritual.

La Oscuridad De AnthonyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora