XI: Que ne ferais-je pas pour elle?

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Si había algo por lo que Balduino había suplicado por tanto tiempo, fue encontrar la salvación de su alma. Algo que hiciese que no deseara morir cada segundo que su enfermedad avanzaba, una razón válida para morir que no fuese el hecho de ser rey.

¿De qué servían sus logros? Si de todas maneras muchas de las personas por las que luchaba deseaban su deceso. 

Había luchado tanto tiempo solo con sus sentimientos contrariados, hasta que creyó haber tocado fondo. 

Entonces, como si Dios hubiese esperado a su último intento de levantarse de la miseria en la que se estaba hundiendo, ella apareció.

Angele Rinaldi había llegado a su vida solo para hacerle experimentar lo que era ser un ser humano normal. Dejando que llorara y sufriera en su presencia, que sacara sus miedos y pensamientos más tristes.

Escuchándolo, pues él no quería escuchar las mismas palabras de consolación que los demás le daban. Solo deseaba sacar de su pecho todo aquello que carcomía su alma en silencio por temor a ser juzgado.

Con esa linda sonrisa que parecía llenar su cuerpo de energía, la manera en que sus cabellos rojizos se meneaban con el viento y llenándolo de miedo de que se desvaneciera con el mismo. Su voz melodiosa que le deleitaba con canciones para que pudiese descansar, y sus delicadas manos que lo sostenían sin miedo a pesar de saber el mal que portaba.

Balduino no iba a negarse a su acelerado corazón, ni a sus impulsos de tomar entre sus brazos a la pelirroja de ojos azules. Sería ir en contra de sus deseos, pues añoraba con sus fuerzas poder sostener a Angele con todo el amor que pudiese haber en él.

Pues si de algo han de culparlo, será del amor que profesa a la enviada de Dios.

Y teniéndola ahí, frente a él, mientras lo mira con tanta dulzura y sus manos sostienen su desfigurado rostro, le hace pensar en lo afortunado que fue de conocer a una persona tan preciosa que no se comparaba ni a todos los lujos del mundo.

— Me miras como si fuese a desaparecer, mi Balduino. — Susurró Angele, acariciando con delicadeza sus mejillas mientras la calidez se extendía por su piel. Calmaba su dolor por donde sus manos pasaban.

— Siento que lo harás en un descuido mío, mi ángel. — Responde, embriagado del amor que estuvo conteniendo todo ese tiempo. — ¿Qué debo hacer si desapareces con el viento? Ya no me veo capaz de seguir viviendo si no estás tú a mi lado.

— No pienses en eso, pues estoy segura de que estaremos juntos por mucho tiempo. — La seguridad con la que hablaba hacía que ese miedo creciente en el pecho del joven rey fuese calmando de a poco.  Creería en cualquier cosa que ella dijese, pues de sus labios solo salían palabras sinceras. — Deja de temer, mi rey adorado. 

Se dejó hacer en las manos de la mujer que amaba, cerrando sus ojos mientras disfrutaba cada segundo que pasaba entre la cercanía que ambos tenían. Amaba con todo su ser disfrutar del tiempo que compartían, no importando si fuese en silencio completo rodeando o solo escuchando la preciosa risa de la pelirroja Cada momento era atesorado por el rey en su corazón, deseando pasar muchos más juntos.

Las manos de la pelirroja se fueron alejando, dejando ver el rostro casi sanado de Balduino. La carne que antes se encontraba inexistente había sido regenerada, ahora solo quedaban unos pequeños cortes que podría sanar poco a poco conforme avanzara el tratamiento.

𝗦𝗘𝗠𝗣𝗜𝗧𝗘𝗥𝗡𝗢. - Balduino IV.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora