4. Montañas - Cuervo - Palacio

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   Eché la cabeza sobre la almohada y noté que algo me hacía cosquillas en la cara. Se trataba de la pluma de uno de mis ángeles de la guarda. La recogí y me quedé observándola en la penumbra, recordando la noche en la que intentaron matarme por segunda vez.

*****

   El inspector Beltrán me había llevado a un refugio perdido en algún lugar del Pirineo francés que por cuestiones de seguridad no voy a desvelar. Lo llamábamos «el Palacete» o el último bastión. Ladera abajo, había otros agentes de seguridad montando guardia; desconozco cuántos eran y dónde estaban situados exactamente. Hasta entonces, veía desmesurado el dispositivo que Sergio Beltrán había montado por mí.


   Todo se torció en la quinta noche, durante el transcurso de nuestra ya habitual partida de cartas antes de irnos a dormir. Los cuervos del tejado se encontraban un tanto agitados, aunque yo no le di la menor importancia a sus graznidos. En cambio, el inspector Beltrán echó mano del walkie para establecer contacto con sus compañeros.

—Enciérrate en el aseo ahora mismo —me ordenó.

—¿Estás de broma? No consigues detener la sangría que te estoy haciendo con mis cartas y decides terminar el juego porque sí. Lo único que quieren los cuervos es que les echemos de comer otra vez. —A día de hoy, me arrepiento de haberle soltado aquellas palabras al inspector.

—¡Corre, joder! —No obtenía respuesta del resto de sus hombres y se le veía algo nervioso—. Debajo del lavabo hay una pistola. Te doy permiso para que dispares a cualquiera que intente matarte.


   Tiré por los aires la escalera de color que tenía en mis manos y volé hacia el aseo. Creo que batí el récord de velocidad que sustentaba el día en que comí por última vez el bocadillo de la semana con extra de mayonesa en la cantina de la facultad. Después de echar el cerrojo y atascar la puerta con el taburete, busqué a tientas el arma. Me costó un par de coscorrones contra la pila del lavabo, pero al final me hice con la pistola.


   Yo ya me había refugiado dentro de la bañera cuando comenzaron los disparos. Por desgracia, la cortina con la que me cubrí no estaba hecha de kevlar. Tuvo que ser menos de un minuto lo que los asaltantes y el inspector Beltrán estuvieron intercambiándose balas, pero para mí supuso una eternidad.


   Después, reinó el silencio.

Son caprichos de los dadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora