Capítulo 3: La puerta al mundo de la cronología

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Por fin, después de un largo peaje, los tres entraron a la tienda «justo a tiempo».

Al mirarlos, el hombre de más de setenta años corrió con una rapidez un tanto cuestionable debido a su edad, pero lo hizo con ánimo gustoso saludando a Tic y Tac. Seguido de esto, el feliz anciano cerró el local con llave, pues intuía que el asunto requería privacidad, tratándose de ellos. No era algo común. Verlos fuera del reloj era algo que las manecillas solían hacer solo en casos especiales.

—Esperen, hace un momento dijeron que sólo yo podía notarlos —regañó la mujer atrapada en su cuerpo de infanta de una manera tierna, aunque con una voz de mando.

Antes de que las reprendidas pudieran responder, el relojero se puso los lentes con sus manos temblorosas. Estaba asombrado por lo recién presenciado

—¿Pequeña Angélica eres tú? —indagó él con voz trémula.

Mientras se acercaba ella, acomodaba con un pulso descontrolado el arnés de los lentes y parpadeaba con asombro.

—¡Sí, soy yo! —confirmó, sonriéndole al constatarse de que su presencia. Por más que fuera pequeña, no pasó desapercibida por él—, ¿me recuerda?

Al anciano se le iluminó la mirada y, con cariño, se acercó a ella. Tal cual era su costumbre, cuando su abuela Concepción vivía, la tomó en sus brazos y la levantó con una expresión de gozo en el rostro.

Angélica, aunque al principio tuvo algo de pena debido a la repentina acción, al pasar los segundos, la logró superar de inmediato cuando sintió el aire juguetear con sus cabellos. Un tierno regocijo la invadió con esos dos giros y medio que le propició el hombre mayor.

—Por supuesto que te recuerdo, si eras la niña más dulce y observadora que pude conocer —aseguró él aún con su frente arrugada por su noble gesto—, me imagino que esto debe de ser obra de Tac... ¿Cierto?

—¿De quién más? —respondió Tic con un gesto de desinterés.

—¡Me declaro culpable! —Haciendo una reverencia, la manecilla corta guiñó un ojo.

El viejo relojero, Marcos, volvió al mostrador, no sin antes desplegar las cortinas y el cartel de cerrado. Con una sonrisa un tanto escandalosa, consintió la respuesta de la manecilla larga y delgada.

—Síganme, el tiempo apremia —pidió con un gesto de dulzura e inocencia característico de quienes aprendieron a vivir en paz y felicidad la existencia.

A lo que la manecilla más delgada levantó la ceja, señal de desacuerdo, pues su hermano gemelo, asintió a su frase sobre el tiempo y con él jamás lo hacía.

—Explícame, ¿por qué no te disgustaste con él? —refunfuñó la manecilla más larga.

—Por qué en él sí suena veraz y contigo suena a chiste de mal gusto —señaló la manecilla corta.

Angélica exhaló de manera pesada, cansada de sus continuas peleas. Esperaba que, con todo el tiempo en el que trabajaron a la par en el reloj, tuvieran una mejor relación. Nada más lejos de la realidad.

El viejo volvió a reír, apresando a las manecillas de los hombros de una manera muy familiar y cariñosa.

—Son justo como los recuerdos. Vamos, entre más rápido, mejor.

Los tres siguieron al viejo hacia el rincón donde se encontraba un antiguo, aunque hermoso reloj de pie de péndulo, también conocido como del suelo. Este parecía una enorme caja rectangular que tenía dimensiones de veintitrés pulgadas de ancho con ochenta y cuatro de altura. En la parte superior, contaba con un hermoso reloj dentro de una caja que parecía una casa, mientras que en la parte inferior y, siendo esta la más larga, se hallaba un espléndido péndulo alto accionado por unas pesas con el que era sostenido por una torre. Este se encargaba de mantener la precisión del reloj.

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