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¡Qué jóvenes éran el día en que se escaparon! Se sintieron intensamente vivos al verse libres, al fin, de aquel triste y solitario y sofocante lugar. Se sintieron entusiasmados de viajar en un autobús que rodaba lentamente, bamboleándose, hacia el Sur. Pero si estában alegres, no lo demostrában.

Permanecieron sentados los tres, pálidos, callados, mirando por las ventanillas, muy asustados por todo lo que veían. Libres. ¿Había alguna palabra más maravillosa que ésta?
No; aunque las frías y huesudas manos de la muerte los agarrasen para retenernos si Dios no estaba allá en lo alto, o quizás ahí, en el autobús, viajando con ellos y velando por ellos, esto era lo que Taehyung pensaba.

En ciertos momentos de la vida había que creer en alguien. Transcurrían las horas con las millas. Tenían los nervios de punta, porque el autobús se paraba a menudo para que subiesen o bajasen pasajeros. Se detuvo también varias veces para que descansara el conductor; una, para el desayuno, y otra, para recoger a una mujer enorme que esperaba de pie en la encrucijada de un camino vecinal con la carretera. Tardó una eternidad en subir al autobús y meter en él los muchos bultos que llevaba. Cuando, al fin, se hubo sentado,
cruzaron la línea divisoria entre los Estados de Virginia y Carolina del Norte.

¡Oh! ¡Qué alivio sintieron al salir del Estado donde habían permanecido encarcelados! Por primera vez desde hacía años, Taehyung empezó a tranquilizarse un poco. Ellos tres éran los más jóvenes del autobús.

Jungkook tenía diecinueve años y era sumamente guapo, con unos cabellos largos y lacios que le rozaban los hombros. Sus ojos azules, orlados de oscuro, rivalizaban en color con el cielo del verano, y toda su persona era como un día cálido y soleado: ponía buena cara, a pesar de su triste situación. Su nariz recta y bien formada acababa de adquirir la fuerza y la madurez que prometían hacer de él todo lo que había sido su padre: el tipo de hombre que hacía palpitar el corazón de las mujeres cuando las miraba, e incluso sin mirarlas.

Su expresión era confiada; casi parecía feliz. Si no hubiese mirado a Bahiyyih, quizás habría sido realmente feliz. Pero cuando veía su carita enfermiza y pálida, fruncía el ceño y sus ojos se
nublaban. Empezó a pulsar las cuerdas de la guitarra colgada de su hombro. Tocó ¡Oh, Susana!, cantando en voz baja, con una voz suave y melancólica que conmovió a Taehyung. Se miraron y sintieron la tristeza de los recuerdos evocados por aquella tonada. Jungkook y Taehyung éran como una sola persona.

Taehyung no podía mirarle demasiado rato, por miedo a romper en llanto. Su
hermana pequeña estaba acurrucada en su pantalón. Tenía ocho años, pero era tan pequeña, tan lastimosamente pequeña, y tan débil, que no parecía tener más de tres. Sus ojos grandes,
azules y sombríos, albergaban más negros secretos y sufrimientos de los que una niña de su edad hubiese debido conocer.

Los ojos de Bahiyyih eran viejos, muy viejos. Ya no esperaba nada: ni dicha, ni amor; nada... Porque todo lo que había sido maravilloso en su vida le había
sido quitado. Debilitada por la apatía, parecía pasar de buen grado de la vida a la muerte. A Taehyung le dolía verla tan sola, tan terriblemente sola, ahora que Kai se había ido. Taehyung tenía dieciocho años aquel mes de noviembre de 1960. Lo quería todo, lo necesitaba todo, y tenía un miedo terrible a no encontrar en toda su vida lo bastante para compensar todo lo que había ya perdido.

Taehyung se encontraba tenso en su asiento, queriendo gritar si sucedía alguna otra cosa mala. Como una espoleta sujeta a una bomba de relojería, sabía que, más pronto o más tarde, ¡estallaría y destruiría con él a todos los que vivían en Foxworth Hall!

Jungkook apoyó una mano sobre la de Taehyung, como si pudiese leer en su mente y supiese que estaba ya pensando en la manera de hacer la vida imposible a los que habían tratado de aniquilarlos.

𝐏𝐞𝐭𝐚𝐥𝐨𝐬 𝐚𝐥 𝐕𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 (Flores en el Atico#2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora