Capítulo 7

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MARLON


La vista que tenía el balcón era envidiable, por eso había elegido una suite como esta, para poder contemplar la inmensidad del mar por las mañanas con solo dar unos cuantos pasos desde la cama. Respiré hondo y miré la hora en el reloj de mi muñeca. A pesar de ya haber pasado bastante desde lo sucedido en el mirador de Lisboa, aquellos minutos aún me perseguían. No podía dejar de pensar en aquella desconocida que no volvería a ver y que me había impactado como nunca nadie lo había hecho.

Me estaba costando dormir.

No comprendía lo que me sucedía. ¿Por qué la imagen de esa joven se había grabado en mi memoria con tanta fuerza? Porque, incluso ahora, estaba considerando la posibilidad de regresar a Lisboa y buscarla entre miles de sitios y personas.

Era un sentir absurdo.

Y es que, en el fondo, me sentía decepcionado de no haberle tomado al menos una fotografía cuando la vi a través del lente de la cámara. Mis pensamientos eran tan poco cuerdos que, con las venas ardiendo, me restregué los ojos y me puse los zapatos en un santiamén. No me gustaba sentirme confundido y ansioso por una persona que jamás volvería a ver. Las probabilidades de otro encuentro eran una sobre un millón. Casi nulas.

Necesitaba un poco de aire fresco.

Necesitaba concentrarme en lo que era importante.

Durante estos catorce días... estaba decidido a olvidarme de mi realidad, de la persona en la que me estaba convirtiendo. Quería sacudirme el vacío y volver a conectar conmigo, con la música, con la vida..., y es que tenía miedo de romper mi propio sueño. No solo se trataba del mío, también había sido el de mi hermano.

Por eso no quería consumirme.

Luchaba para no desistir.

Había una tristeza profunda, lo sabía: a raíz de la muerte de Michael, mi enfoque perdió dirección, dejé de ver las posibilidades y empecé a sentir que ya nada importaba. Pasó el tiempo y.... pensé que con el transcurso inevitable de las manecillas del reloj las cosas de mi interior volverían a su cauce. Pero no lo habían hecho.

Y aquí estaba.

Intentando recordar.

Sentir el fuego una vez más.

Era casi de madrugada cuando salí de mi camarote y decidí ir a uno de mis sitios favoritos en cualquier gran navío: la cubierta principal. El barco ya había zarpado y, oficialmente, estábamos iniciando la primera noche a bordo. Cuando llegué al lugar, el firmamento ya estaba oscuro y salpicado de estrellas, y la inmensa extensión de mar chocaba con furia contra el rompeolas; podía oír el rugido de las aguas y sentir su sosiego oculto. A la vez, la brisa nocturna me bañaba el rostro con sutileza.

El ambiente de la cubierta era tranquilo y casi silencioso, pues solo unas cuantas personas y varios miembros de la tripulación circulaban todavía por dicha área, cosa que me alegró. Era como tener, por un momento, el infinito del océano solo para mí.

Ensimismado en aquellas sensaciones, me acerqué a la baranda. En este preciso instante, el buque era el único objeto sobre la faz del abismo.

Imponente y solitario.

Y también melancólico.

Un poco similar a mí mismo.

Marlon Nieto, el cantante, se estaba abriendo paso por un camino estrecho en el mundo de la música. Aún estaba lejos de la cima, pero tenía el presentimiento de que, en cualquier momento, mi ascenso sería precipitado. Y contrario a lo emocionado que debería estar por dichas expectativas, estaba... dudando, entre seguir o claudicar con mi carrera. Aún no se lo había dicho seriamente a Terry (solo pequeños indicios), por supuesto, pero estaba al borde. Sabía muy bien en qué punto del camino me encontraba.

Un paso atrás, y todo terminaba.

Un paso adelante, y todo iniciaba.

Entonces, mientras los minutos transcurrían, la imagen de aquella joven volvió a aparecer en mi pensamiento como una bombilla que no se apaga, y es que una parte de mí ansiaba perpetuar aquel fugaz recuerdo en mi memoria... Recordé lo que mi madre me había dicho en una ocasión cuando fuimos a visitar la tumba de los abuelos.

—¿Quieres que te cuente algo?

—¿Algo sobre el abuelo?

Ella había asentido con una sonrisa.

—Él siempre decía que... todos nos pasamos la vida en busca de una persona especial, y que incluso tratamos de elegirla a conciencia; pero la verdad es que, cuando la encuentras, la conexión siempre surge sin haberse hablado siquiera. Es como... si de dos imanes se tratara, ¿lo comprendes? Antes de haberse tocado, se siente el tirón con fuerza. No hay explicación racional.

Entorné los ojos, curioso.

—¿Y eso... te sucedió con papá?

Ella rio entre dientes y ladeo la cabeza.

—Bueno, a decir verdad, con él no me pasó como tu abuelo dijo, pero eso no quiere decir que tu padre no sea mi persona especial —explicó con los ojos brillantes—. Eso no les ocurre a todos, por eso es tan extraño y excepcional. Si te pasa, entonces has tenido mucha suerte.

El viento fresco sopló y me hizo temblar. Me pasé una mano por la mata de cabello ondulado y castaño que ya estaba un poco largo y alcanzaba casi la altura de mis pobladas cejas. «Si es que alguna vez me pasa, te lo contaré enseguida», le había dicho.

Metí las manos en los bolsillos de mi chaqueta y lancé un suspiro antes de comenzar a caminar hacia la proa del barco. Mientras avanzaba por la cubierta, no pude evitar rememorar los últimos dos años de mi vida: la soledad y el constante vacío que se había abierto en mi corazón desde aquel accidente de esquí; el nuevo mundo en el que me estaba sumergiendo y mi incapacidad de conectar con mi propia música.

Lo que había sido y lo que era.

Todo en un instante. 

El frío envolvió mi cuerpo con más fuerza cuando llegué a la proa. Y, luego de algunos segundos, un estremecimiento me recorrió el cuerpo, pero no a causa de las corrientes gélidas de la noche, sino de la persona que estaba frente a mis ojos, bañada apenas por el tenue fulgor de la luna y las luces del buque.

La chica del mirador en Lisboa.

De pie, y muy cerca de la baranda, se hallaba de espaldas a mí.

Con pantalones de chándal, una sudadera gris y los mismos audífonos blancos de casco sobre su cabeza, contemplaba en solitario la gran extensión de mar que nos rodeaba.

Sin pensar demasiado, me moví en automático.

Ya no tendría que buscarla por todo Portugal.

Sin embargo, cuando estuve a poco menos de tres metros de distancia de su costado izquierdo, me percaté de que estaba tan sumergida y concentrada en lo que miraba y escuchaba que no se dio cuenta de mi sigilosa cercanía.

Tampoco de que la estaba viendo llorar.



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