Una niña que no podía dominar sus emociones, y cuando estallaban, algo en ella se desataba, desencadenando el caos y una sucesión de eventos sin una explicación lógica.
Aquellos que la conocían pensaban que estaba dominada por una profunda oscuridad...
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Selena pasó la primera semana esperando emocionada que alguien viniera a quitarle el hechizo del aro, tal como Elizabeth le había prometido. Sin embargo, los días siguieron pasando, y la ilusión se desvanecía lentamente. Comenzó a pensar que todo había sido fruto de su imaginación o un gran sueño.
Una fría mañana antes de Navidad, fue llamada a la oficina de la directora. Con el corazón acelerado, se acercó a la puerta y la abrió. Allí, en el centro de la sala, se encontraba un hombre sentado tras el escritorio de la directora. Tenía un aspecto muy particular: era alto, delgado y anciano, con el pelo y la barba plateados tan largos que podría haberlos sujetado con su cinturón. Vestía ropa larga, una capa celeste que combinaba con sus brillantes ojos azules. Estos centelleaban detrás de unos anteojos con cristales en forma de media luna. Su nariz era muy larga y torcida, como si se la hubieran fracturado un par de veces.
—Hola, Selena —dijo el hombre, una cálida sonrisa iluminando su rostro—. Estoy encantado de finalmente conocerte.
Selena observó al hombre con una mezcla de curiosidad y confusión. A su peculiar apariencia dedujo que debía ser alguien como la trabajadora social que la había visitado, quizás una bruja o, en este caso, un mago.
—Disculpe, señor, pero... —dudó un poco antes de ser tan directa. Con un suspiro profundo, finalmente se armó de valor— ¿Quién es usted?
El hombre soltó una suave y melodiosa risa que llenó la habitación.
—Qué modales los míos, no me he presentado. Soy Albus Dumbledore.
—Ele... Selena St... —la niña vaciló, aún luchando con su nueva identidad. En el orfanato la llamaban por un apellido que le resultaba extraño—. Selena —repitió con un atisbo de inseguridad.
—Lestrange —completó Dumbledore, su tono amable y comprensivo—. Imagino que será difícil acostumbrarte a tu nueva identidad.
—Sí, aún no me acostumbro —confesó ella, encogiéndose un poco y mirándolo a los ojos. Sentía que la mirada intensa del anciano la comprendía.
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