꧁𖤍Dos reinos, dos linajes, la envidia y el poder buscan separar a dos almas...
La vida siempre te pone obstáculos, el destino traza un camino que a veces no deseamos. Aurora tuvo que pasar por mucho, enfrentando cada problema por lo que cree. Sin i...
Aurora advirtió que las hojas de los árboles comenzaban a adquirir una tonalidad naranja. Mientras paseaba por el jardín interior, atrapó una de estas y suspiró con pesar. Pronto comenzaría el otoño, ella tenía la sensación de que algo malo sucedería.
Abrazó contra su pecho la hoja, a la vez que susurró que tal vez se preocupaba en vano.
—Me enorgullece saber que estáis alerta, Aurora.
Tras escuchar la imponente voz de la diosa Artemisa, Aurora miró alrededor. Al no encontrarla en ninguna parte, continuó el paseo y se detuvo cuando apareció a solo unos pasos.
—¿Qué queréis de mí? Ya no pertenezco a vuestro bosque.
Como acto reflejo, Aurora dejó caer la hoja y llevó una de sus manos al abultado vientre.
—Sois parte de un plan más grande que vos —la diosa le dedicó una sonrisa escalofriante —Disfrutad mientras podáis, Aurora, pronto arribará una tormenta.
Cuando la diosa se desvaneció, Aurora suspiró con pesar. No permitiría tales palabras le afectasen, pese a que la preocupación crecía en su corazón.
—Volved pronto, amado mío —aspiró el dulce aroma de las orquídeas una vez estuvo cerca de ellas, solo entonces recuperó la sonrisa.
Mientras tal suceso ocurría en Beyorn, Edward se encontraba camino al reino de Winterfall. Gracias a una carta de Elizabeth, supo que el antiguo rey falleció. En esta misma, su hermana le dijo que, pese a la dificultad que parecía maldecir a la familia, logró dar a luz a dos hermosos gemelos. Tal suceso era todo un acontecimiento, pese a ser un reino maldecido por una bruja mucho tiempo atrás. Algunos creían que tal cosa era solo una leyenda, dudaban hasta que notaban la frialdad en el aire.
Cuando el carruaje se detuvo ante la puerta del castillo de Winterfall, Edward sonrió al contemplar a su hermana Elizabeth. Aquel que manejaba el carruaje le abrió la puerta, la brisa fría casi le hace estremecer al bajar.
—Espero que vuestra estancia en mi reino os sea grata, rey Edward.
—Agradezco que vos me invitarais a vuestra coronación, príncipe Albert.
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Tras aquel intercambio de palabras, Elizabeth permitió que Edward le abrazara. Ella le susurró que sus sobrinos se hallaban ansiosos por conocerle. Cuando accedieron juntos al castillo, agradeció que la temperatura se tornase más cálida. Dos niños, sin duda de la edad de Elric, fueron hacia ellos. Los ojos, idénticos al oscuro tono de los de Albert, les brillaban de alegría.