Escapito y el sendero de las lágrimas

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En las profundidades de un pueblo sumido en la oscuridad y el olvido, habitaba un granjero solitario conocido como Edgar. Su morada se erguía en medio de vastos campos envueltos en una maleza retorcida y árboles esqueléticos que parecían susurrar secretos sombríos al viento. La neblina perpetua se aferraba a cada rincón, cubriendo todo con su manto gélido. La apariencia de Edgar era tan enigmática como el lugar que habitaba, con su figura encorvada y sus manos largas y esqueléticas que parecían extraídas de un sueño oscuro y macabro.

En las horas más sombrías de la noche, Edgar se adentraba en el misterio de su granja, acompañado por dos cubos que usaba para transportar el agua desde el pozo más cercano hasta su morada solitaria. Uno de ellos, conocido como Escapito, presentaba un agujero en su base que goteaba incesantemente, mientras que el otro, llamado Cúbilo, permanecía intacto, sin derramar ni una sola gota de agua.

Pero Escapito, el cubo agujereado, estaba sumido en una tristeza profunda. Cada gota que escapaba de su interior en el camino hacia la casa parecía llevar consigo una lágrima de desesperación. La oscuridad de su alma se mezclaba con la desolación del entorno, creando una atmósfera aún más tenebrosa y desolada. Escapito se sentía incompleto y defectuoso en aquel mundo lúgubre, como si su esencia se derramara sin remedio por las grietas de su existencia. Cúbilo llegaba a la granja repleto de agua que Edgar vertía sobre una especie de pozo seco. Después la reutilizaba para dar de comer a las bestias y para consumo propio. Cúbilo se sentía orgulloso de poder ayudar cada día al anciano.

Escapito no llegaba ni con la mitad de su capacidad total.

Una noche, bajo la luna pálida que proyectaba su luz mortecina sobre el pueblo, Escapito decidió confiarle sus penas a Edgar, buscando respuestas a su melancolía. Con un nudo en el estómago, el cubo agujereado vertió sus palabras en la oscuridad, esperando hallar consuelo o quizás una solución en aquel ambiente surreal y gótico.

Edgar, con su rostro pálido y ojos penetrantes que parecían reflejar las sombras de su alma, escuchó el lamento de Escapito y una sonrisa torcida se dibujó en sus labios demacrados. Sin pronunciar una sola palabra, el granjero invitó al cubo agujereado a un siniestro paseo por el bosque enmarañado y retorcido que rodeaba su morada. La idea de acompañar a Edgar en aquel viaje a través de los terrenos más sombríos llenó a Escapito de temor y anticipación. Creía que lo abandonaría a su suerte por algún camino desconocido y su temor apresó a su lamento.

Adentrándose en la maleza densa y los árboles retorcidos, cada paso resonaba en el silencio sepulcral de la noche. Edgar señalaba con su mano esquelética hacia las flores antes marchitas que crecían a cada lado del camino, entre la maleza y las enredaderas agonizantes que se aferraban a los troncos deformados. Escapito quedó cautivado al contemplar la belleza que surgía de aquel paisaje macabro, como si la vida misma brotara de la muerte.

Las flores, antes marchitas y pálidas que parecían susurros de la naturaleza en su último aliento, ahora eran un sendero de color y vida. Las enredaderas, retorcidas y tortuosas, se aferraban a los árboles como garras en busca de consuelo en su agonía. Daban lugar a un paisaje mágico de colores y formas antes tétricas y sombrías. Cada hoja, cada tallo, llevaba consigo la fragilidad de la existencia y la promesa de un renacimiento efímero en medio de la decadencia.

Edgar, con su voz rasposa y sus ojos brillando con un fuego mortuorio, habló en un susurro a Escapito: "Observa, cubo agujereado, la vida que has engendrado sin siquiera ser consciente. Ahora las abejas buscan su comida cerca de la granja y podrán crear miel para que yo pueda venderla en el pueblo". Escapito comprendió que cada gota de agua que se había perdido en su triste trayecto había nutrido las raíces marchitas de las flores y las enredaderas moribundas. A pesar de su defecto, su singularidad había desencadenado la creación de un paraíso gótico en medio de la oscuridad.

El cubo, lleno de asombro y aceptación, abrazó su condición imperfecta y encontró consuelo en su singularidad. A través de sus lágrimas líquidas, se dio cuenta de que su destino no era retener el agua, sino ser el catalizador de la vida en aquel paisaje desolador. Cada gota que se filtraba a través de su agujero era una semilla de esperanza, alimentando el ciclo eterno de la vida y la muerte.

Desde aquel día, Escapito aceptó su papel como portador de vida efímera en el reino de lo oscuro y lo sublime. Ya no lamentaba su defecto, sino que se enorgullecía de su capacidad para engendrar belleza en un mundo donde la muerte y la decadencia reinaban. El jardín que florecía a su paso era una manifestación de la paradoja de la existencia, donde la imperfección daba vida a la perfección.

Y así, bajo la mirada atenta de la luna pálida, Escapito continuó su viaje junto a Edgar, llevando consigo el don de la vida en su destino eternamente ligado a la belleza efímera del mundo gótico.

Comprendió que cada uno tenemos un destino y que no nos podemos comparar con nadie. 

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