Capítulo 4

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Ya en el barco, apretados en el pequeño espacio de la litera que Zoro insistía en compartir, Sanji se encontró insomne.

La sinfonía de ronquidos y balbuceos llenaba el silencio del dormitorio, la luz de la luna entrando por la pequeña ventana y el Sunny meciéndose en el océano creaban un ambiente más que propicio para dormir, al igual que los musculosos brazos que lo sujetaban junto a un pecho igualmente musculoso y fuerte.

Allí se sentía seguro, quizá incluso más de lo que debería.

El agarre de Zoro sobre él es fuerte, casi demasiado.

Y Sanji lo sabe, lo destroza, pero sabe que el espadachín que ha sido conocido por dormir con cualquier cosa, desde tormentas hasta huracanes, ahora se despertaría si se levantara.

Si se levanta demasiado de repente, Zoro abrirá su único ojo dormido y le preguntará si esta bien y le pondra besos en la cara y lo abrazara como si tuviera miedo de que se desvanezca de un momento a otro.

Es su culpa, él lo sabe.

Su culpa porque se fue.

Su culpa porque no fue lo suficientemente valiente.

Es culpa suya porque nunca llegó a decir las cosas que quería en el momento que le apetecía, culpa suya porque siempre está demasiado asustado, siempre andando con pies de plomo.

¿Hubiera sido diferente si lo hubiera dicho esa noche? ¿Seguiría Zoro abrazándolo tan fuerte si lo hubiera sabido antes?

El espadachín que admitió no haber conocido el amor antes que él, que nunca sintió vergüenza de ser exactamente quien es y decir lo que siente, el que será el más grande del mundo.

Zoro ya es el más grande en su corazón. Y Sanji nunca se había atrevido a decirlo.

Siempre tiene miedo, nunca está del todo en sus cabales y, sin embargo, nunca está verdaderamente loco. Camina al borde del abismo, sin caer nunca hacia un lado u otro. Si no mantiene el equilibrio, caerá al abismo bajo sus pies y nunca podrá arrastrarse de vuelta, siempre aferrándose a una pizca de seguridad, y ahora siente la seguridad en la forma de un hombre que le sujeta con fuerza, impidiéndole caer de una vez por todas.

Esa es una de las habilidades de Zoro que nunca pudo entender, cómo el idiota lograba hacerlo sentir tan seguro con sólo estar cerca. Especialmente él, que nunca se había sentido seguro al cien por cien, ahora se dejaba fundir en los cálidos brazos y el olor a acero y sudor del hombre que se juraba a sí mismo que sólo era un rival.

El hombre que nunca le vio como menos, como diferente, sino que le puso como adversario a la altura de sus espadas, que nunca le permitió bajar la guardia.

Zoro lo hizo mejor, con toda su personalidad cavernícola, siempre terco y un poco tonto, Zoro lo hizo confiar más en sí mismo, en ser lo que es.

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Si Zoro no lo hubiera dicho esa noche, se arrepentiría para siempre.

Si no lo hubiera dicho esa noche después de que vinieran de la playa, después de que le diera una tonta concha marina a Sanji pensando que sería suficiente, se arrepentiría y él no es un hombre de arrepentimientos.

No había forma de negarlo, porque lo intentó, con todas sus fuerzas, y no sucedió.

Intentó no sentir esas cosas, lo intentó como si su vida dependiera de ello, se obligó a no mirar, a no pensar, a no sonreír.

El cuerpo y la mente son uno, eso es lo que aprendió. Cuerpo y mente siempre en perfecta sincronía, ni un músculo se contraía si él no quería, respiraciones acompasadas, atento a cada soplo de viento, a cada ola del mar, a cada vaivén del Sunny en el océano.

Nos Vemos En El Altar - ZosanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora