CAPÍTULO 2: RUFUS

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Rufus y Helena tenían una conexión muy especial. Era un perro muy bueno al que le encantaban las caricias y siempre buscaba ser el centro de atención. Aquella noche, Aiden había ido a casa de Helena para acabar un trabajo, y cuando acabaron, los dos se pusieron a jugar con Rufus. Una idea empezó a rondar la cabeza de Aiden: él no quería matar a nadie, pero, ¿y si en lugar de una persona mataba a un animal? Al fin y al cabo, él no tenía ninguna empatía, ni hacia las personas ni hacia los animales, de modo que podría ser la forma de por fin sentir eso que tanto anhelaba, la sensación de matar. Y allí estaba Rufus, tan noble y cariñoso, el individuo perfecto.

Cuando acabaron de jugar con el perro, Aiden se despidió y salió por la puerta para dirigirse a casa, pero se quedó detrás de un coche esperando al momento perfecto para ir a por el perro. Helena, como cada noche, abrió la puerta de casa para que Rufus saliera a olisquear al jardín y fué a lavarse los dientes, sin saber que esa sería la última vez que vería a su querida mascota. Aiden aprovechó el momento y llamó al perro, quién fué inmediatamente en busca de caricias, pero lejos de eso, nuestro protagonista lo ató y se lo llevó. Mientras se marchaba, oyó a Helena llamando a Rufus y llorando al no encontrarlo.

La semana anterior, Aiden había encontrado una cabaña abandonada en el bosque cercano a su casa, y después de vigilar durante toda la semana, decidió que era el lugar perfecto para llevar a su víctima. Sin pensarlo dos veces, llevó al perro allí, en el frío bosque, donde nadie lo podría encontrar. Había avisado a sus padres de que dormiría en casa de Helena, de modo que tenía toda la noche para disfrutar de la que sería la primera víctima de su obra. Tomó el perro y lo ató panza arriba en una mesa improvisada que se había construido. Se aseguró de que las correas estuvieran bien sujetas mientras el animal seguía moviendo la cola y esperando sus caricias, sin saber lo que le esperaba. Decidió empezar por las patas, ya que si empezaba por el tronco, el animal moriría demasiado rápido, y una vez muerto ya no podría disfrutar de él. Cogió unas tenazas y torció las falanges del animal, una a una, hacia arriba. En cada falange el perro se estremecía y gritaba de dolor, pero Aiden no pensaba parar. Cada vez que el perro gritaba, le venía un sentimiento de poder indescriptible, algo que nunca había sentido y que era, sin ninguna duda, el mejor sentimiento del mundo. Una vez rotos todos los dedos de las 4 patas, decidió coger un bisturí y cortar los dedos rotos uno a uno. Con cada corte sentía ese sentimiento que tanto había deseado y con el que tantas veces había fantaseado. El perro seguía gritando de dolor, intentando desatarse, pero las correas estaban bien sujetas, no tenía nada que hacer. Cortó el primer dedo, luego el segundo, y en ese momento, miró el bisturí, lo alejó del animal, y lo puso sobre su brazo. Apretó y empezó a cortar. La sangre empezó a brotar, su propia sangre, y a pesar de nunca haber fantaseado con eso, ese dolor que sentía, ese dolor que se estaba infringiendo le hizo sentir aún mejor, más poderoso y más libre. La sangre empezó a acumularse en el suelo, había tanta que ya no sabía cuál era del perro y cual suya, pero decidió continuar con el animal, ya que esa oportunidad sólo se da una vez en la vida y su dolor lo podría tener cuando quisiera.

Cuando por fin terminó de cortar todos los dedos, empezó a palpar la tibia del animal. ¿Tendría suficiente fuerza como para romperla con las manos? Se trataba de un perro mediano, pero igualmente lo intentó. Sacó todas sus fuerzas pero ni siquiera lo dobló. Necesitaría instrumental. El perro seguía gimiendo y retorciéndose de dolor, ya no buscaba caricias pero tampoco le intentaba morder, era demasiado bueno. Aiden se giró y vió una sierra eléctrica que había traído el día anterior. Se le iluminó la cara: eso seguro que podía cortar el hueso. Encendió la sierra y empezó a cortar, primero la piel, luego el músculo, y rápidamente alcanzó el hueso. Salían astillas de hueso por todos lados, y él no podía parar de sonreír mientras el animal, con las pocas fuerzas que le quedaban, seguía estremeciéndose de dolor. La médula ósea empezó a salir, gota a gota, del hueso seccionado, y en la cabeza de Aiden empezó a sonar una idea... Siempre se había chupado la sangre de las heridas, pero ¿a qué sabría la médula ósea? Lo tenía que probar. Como si de una fuente se tratara, empezó a degustar la sustancia que salía del hueso del perro, y le encantó, era lo mejor que había probado. Necesitaba más, así que con el perro aún con vida, se dispuso a seccionar la otra pata. Nuevamente cortó hasta llegar al hueso, y empezó a seccionarlo. Al momento empezó a brotar ese líquido que tanto apreciaba, así que nuevamente se dispuso a beberlo. Aún necesitaba más, así que repitió el procedimiento con las otras dos patas. El perro se estremecía, pero ya no con la misma intensidad, estaba demasiado cansado y dolorido. Aiden disfrutaba con cada llanto del animal, se sentía poderoso e invencible.

Una vez acabadas las patas tocaba lo grande, lo mejor: el tronco. Decidió abrir al animal en canal por la línea media ventral. Cortó sólo la piel, para mantenerlo con vida el máximo tiempo posible. Una vez hecho el corte, se dedicó a disecar toda la piel, separándola del músculo hasta dejar toda la musculatura al descubierto. Y, sorprendentemente, el animal seguía con vida. Ahora sí, empezó a cortar el músculo hasta ver las costillas. No las iba a poder cortar con el bisturí, de modo que volvió a coger la sierra eléctrica y empezó a cortar una a una todas las costillas. A la cuarta, el animal murió. A pesar de eso, continuó con su obra, acabó de abrir al perro y descubrió los órganos. Primero sacó los intestinos, y los colgó como si fueran una guirnalda para decorar la cabaña. El estómago decidió abrirlo, por curiosidad, y la cabaña se inundó de un hedor horrible proveniente de la última comida de Rufus, que aún era identificable: unas croquetas de pienso de perro. A continuación cogió el bazo y el hígado, pero no los encontró interesantes, así que rápidamente pasó a los pulmones. Seccionó la tráquea y la sopló para ver cómo se hinchaban los pulmones. Le pareció divertido. Finalmente llegó al corazón, su órgano favorito. Lo sacó de la cavidad torácica, se lo acercó a la cara y le dió un mordisco. Comer corazón de perro, era un sueño hecho realidad.

Y ese fué el final de Rufus y el inició de la obra de nuestro protagonista. El cadáver del perro se quedó en la cabaña, y Aiden regresó a casa, ya de madrugada. El sol empezaba a salir y nuestro protagonista emprendió la vuelta a casa, con una sensación que no había sentido nunca y que sin duda quería volver a sentir. Y sentiría. 

13 días de infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora