Capítulo 6

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Lo último de lo que me acuerdo es de unas grandes ruedas de camión arroyándome.
  –¡Eh, chico! –dijo alguien.
  Abrí los ojos y vi a un hombre regordete con una camiseta blanca y muy sucia, una barba descuidada y un cigarrillo en la boca.
  –¡Despierta, muchacho! –pidió mientras me sacudía.
  Antes de poder ver que ya estaba consciente, dio una bocanada de humo con su cigarrillo y lo tiró con rabia contra el suelo. Acto seguido, echó un gapo, se limpió la boca y se acercó a mí diciendo «¡necesita aire!».
  Antes de que aquel camionero pudiera besarme, me incorporé súbitamente.
  –¡Estoy bien! ¡ESTOY MUY BIEN! –grité.
  Intenté levantarme, esperando no tener ninguna pierna rota. Me puse en pie fácilmente, y creo que nunca me había levantado tan rápido como aquella vez.
  Una vez que comprobó que realmente estaba bien, el camionero me dijo que yo era tan pequeño y su vehículo tan grande que ni me había visto cuando atravesé el paso de cebra. También comentó que había estado a punto de ir arriba a visitar a su tío Pancho, que se fue muy honradamente en un concurso de comer filetes de cerdo...
  Bruscamente, me ayudó a ponerme la mochila y me preguntó si quería que me llevara a algún lado. Estaba a punto de pedirle que me acercara al instituto, pero luego pensé que aquel hombre no era muy buen conductor y tampoco me hacía demasiada gracia ir con él, así que le dije que no.
  Se subió al vehículo y arrancó el ruidoso motor. Cuando me alejé él seguía allí, supongo que hablando por teléfono con alguien. Iba a acabar la primera clase de la mañana cuando había llegado al insti. Crucé el edificio hasta estar en frente de la puerta de mi clase. Todos estaban en las aulas, así que no había nadie en el pasillo. Pegué la oreja a la puerta y oí el susurro de mi profesor de Lengua, que más que susurrar, gritaba. No entré; quedaban cinco minutos para que se acabara la hora y el profesor se enfadaría conmigo. Al principio me quedé dando vueltas cerca de mi clase, con cuidado de que no pasara cerca ningún profesor que pudiera verme y decirme algo. Pero después, cuando me di cuenta de que dando vueltas por ahí parecía retrasado –aparte de que me aburría como una estúpida ostra–, me metí en el baño de chicos. Me sorprendió no ver a nadie allí tampoco, ya que muchos chicos se pasaban la mañana en el baño saltándose las clases. Saqué mi móvil y me metí en las redes sociales. Mucha gente acababa de subir fotos suyas con sus amigos en las aulas, con comentarios tipo «aburrimiento de clase» o «por fin viernes ». Me metí en el perfil de Luna. Su última foto fue la que subió el día anterior conmigo. Qué feo salía. Pero ella estaba guapísima. Su sonrisa deslumbraba con el reflejo del sol hasta llegar a tal punto en el que, en una parte de su mandíbula, no se podían distinguir los dientes de arriba con los de abajo.
Sonriente como siempre, sus ojos brillaban de felicidad, mirando al objetivo. Su pelo se movía ligeramente con la leve brisa que soplaba, despeinándola un poquito. Mientras tanto, yo lucía una expresión seria, con una media sonrisa, feliz por estar con Luna. Mi pelo estaba intacto, algo raro en mí ya que nunca usaba espuma. Mis ojos también miraban a la cámara, pero un poco desubicados. Tras unos segundos observando la imagen, vi una foto de una chica rubia, ojos verdes, pestañas tremendamente largas y negras, que sonreía mientras le daba un beso en la mejilla a un chico moreno, que hacía la fotografía. La imagen estaba decorada con un filtro bastante favorecedor para ambos, y parecía que la chica tenía unas pocas mechas de color avellana. Admito que tardé un tiempo en identintificar a los adolescentes, pero finalmente me di cuenta de que se trataban de Verónica Cruz y Marcos Fuentes.
  Abrí los ojos como platos cuando observé de nuevo a mi ex novia besando a mi antigüísimo mejor amigo. Marco Fuentes fue, en su día, un gran amigo. Nació en Argentina y se trasladó aquí al nacer. Al principio de primaria ese chico estaba un poco marginado, y yo me junté con él. Los comentarios negativos de los otros chicos empezaron a afectarle, tanto, que acabaron cambiando su personalidad. Se volvió una persona fría, y se acostumbró a quedarse solo. Se transformó tan súbitamente en una persona tan diferente a como era, que acabó prefiriendo ser solitario y dejamos de ser amigos. Con los años conoció a chicos que habían pasado más o menos por su misma situación, así que perdió su fama de marginado ya que tenía amigos que le comprendían. Con el paso del tiempo aquella gente que solía ser solitaria, Fuentes incluido, se convirtieron en gente normal con vidas normales. Hasta que, poco a poco, el nombre de Marcos Fuentes fue conocido por la mitad del instituto.
  Cuando empecé a sentir ira hacia Marcos, un portazo me despertó de mis pensamientos.
  Alguien rió.
  –No haga ruido –dijo una voz femenina.
  Dos personas adultas paseaban por el pasillo en el que estaba mi clase. Cerré la puerta del baño rápida pero silenciosamente. Dejé un poco abierto para poder distinguir qué profesores no tenían que dar clase a esas horas. Distinguí una melena rizada de color miel, y una figura alta. La mujer debía de tener unos cuarenta años o incluso menos. Un hombre iba con ella. Él tenía el pelo negrísimo, y una calva se asomaba por la parte de arriba de su cabeza. No era flaco, pero tampoco gordo. Cuando vi su chaqueta verde oscuro adiviné de inmediato quién era.
  Y en cuanto comprendí quién era el hombre, comprendí quién era la mujer.
  –Los jóvenes deberían estar en sus aulas. No tiene de que preocuparse –dijo el hombre, sonriendo.
  Aquella voz grave señaló mi teoría como cierta. Eran el director y doña Elena.
  –¿Y si echan a alguna señorita de clase justo ahora? –preguntó doña Elena, también sonriente.
  –Siempre me gustaron las chicas malas –contestó el director, cogiendo a Elena de la cintura.
  Pederaaaaaaaaaaaaaaaaasta.
  El director era un hombre engreído, tanto, que en vez de ponerle a nuestro instituto el nombre de una celebridad arcaica como Cervantes o Beethoven, le puso el suyo propio: Joan Pérez. Siempre llevaba una chaqueta de tela. Hiciera frío, calor, o el sol hubiera bajado a la tierra y se hubiera matriculado en su instituto. Siempre. Su favorita era la verde oscuro, pero no era la que más usaba "por miedo a que se manche demasiado", solía decir. Llevaba chaquetas oscuras; negras, marrones, granates, a veces naranjas, una vez le vi con una color mostaza, pero pocas veces con la verde oscura. Debía ser un momento especial aquel, estando con doña Elena.
  –Deberíamos ir a otro sitio si queremos...
  –Ahora no, querida. Pero qué le parece venirse a mi despacho en la hora del recreo... –dijo él con cara de pederasta.
  Me entró un ataque de tos, igual al que había tenido cuando Marina me pidió mi número de teléfono, cuando escuché decir eso al director. Me tapé la boca con el puño, intentando no hacer ruido.
  –¿Qué ha sido eso?
  Sin embargo, me oyeron.
  Una ráfaga de viento atravesó la pequeña y única ventana que el baño disponía, abriendo la puerta de golpe. Los ojos penetrantes de mi jefa de estudios se clavaron en mí. Por suerte Joan Pérez no llegó a verme, sino hubiera sido por doña Elena.
  Ella le agarró fuerte por los hombros, dejándolo casi inmóvil.
  –Me parece muy bien –dijo con una voz sensual que me puso los pelos de punta y énfasis en "muy".
  Acto seguido, contemplé una imagen que, simplemente, no podría olvidar nunca: doña Elena sujetó la cara del director con las manos, él la agarró de la cintura, se acercaron y se besaron. Durante dos asquerosos minutos. Elena y Joan. Dios mío, ya podía ver las invitaciones de boda.
  –Le veré más tarde, director.
  –La espero con impaciencia, doña Elena.
  El director se quitó las arrugas de su preciada chaqueta y, sin decir nada más, se fue.
  La primera clase estaba a punto de terminar, cuando vi que doña Elena se acercaba hacia mí dando zancadas y con el ceño fruncido, mientras pensaba qué decirle a mi madre cuando le contara que me habían expulsado por no estar en el aula y divisar la horrible imagen de dos de mis profesores liándose en medio del pasillo, justo después de que un camión estuviera a punto de atropellarme.

Reflexiones de un chicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora