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Cuatro meses antes:

Desde que tengo memoria, me he percatado de que la oscuridad ha sido mi enemiga más temida —A demás de los payasos—. Muchas veces me he sentido atrapada en un mundo hecho completamente de sombras y de misterios sin resolver.
Misterios que me acechan sin descanso alguno.

Recuerdo perfectamente las noches en mi infancia, cuando en ese entonces me negaba a dormir sin una lucesilla encendida. Pero incluso con la tenue luz de una lámpara, la oscuridad siempre encontraba una u otra manera de colarse en mis sueños, alimentando cada uno de mis miedos más profundos; y a su vez volviéndolos más fuertes e incontrolables.

Mis padres intentaban consolarme, diciéndome que no había nada a lo que debería de temer en la lobreguez, que solo eran sombras absurdas sin poder alguno.
A medida que crecía, mi miedo hacia esta se intensificaba. Pero fue tanto el pánico que le tenía, que mis padres optaron por comenzar a llevarme al psicólogo.
Fui a 15 de estos durante la etapa de mi adolescencia, incluso, a el último que fui, me preguntó si yo consumía estupefacientes.

«Pfff, que va. ¿Yo consumir aquello? ¿Esa basura callejera? Ni loca.»

Pero la verdad es que por más que intente engañarme, si lo había hecho, y no lo había negado.

A veces, me preguntaba por qué yo era la única que parecía temer a la penumbra de esta manera tan intensa.

«¿Por qué las otras personas de mi edad podían dormir plácidamente en las noches, mientras yo luchaba para no dormir?
¿Qué tenía yo de diferente?—Me preguntaba a mi misma.»

La oscuridad se convirtió lamentablemente en una pesadilla constante en mi vida. Me acompañaba a cada esquina, a cada rincón sombrío que encontraba. Y aunque intentaba convencerme de que no había nada real a lo cual temer, mi mente se negaba a escuchar.

***

Abrí los ojos lentamente, sintiendo como la pesadez del sueño se disipa poco a poco. Mi cuerpo se estiraba con cautela, aún adormecido por la larga noche de descanso. Sin embargo, algo no está bien.
Algo en el ambiente me hace sentir sumamente incómoda.

Parpadeo una, dos, tres, cuatro veces; tratando de ajustar mis ojos a la oscuridad que me rodea. Pero no importa cuanto lo intente ya que no puedo ver nada más allá de una negrura opresiva. De un segundo a otro, una sensación familiar de pánico comenzó a apoderarse de mi, envolviéndome en sus frías garras.
Mi corazón comenzó a latir a la velocidad de la luz —Si es que lo puedo comparar con aquello—, retumbando en mis oídos como si se tratase de un tambor desenfrenado. Sentí como mi respiración se volvía superficial y entrecortada, mientras mis manos buscan desesperadamente un punto de apoyo en la penumbra; pero no había nada.
Solo un vacío infinito, que me lleva hacia la perdición.

Tras unos minutos de inquietud y sufrimiento, mis ojos logran al fin adaptarse a la lobreguez de mi alrededor. Las paredes son de un color muy claro el cual no puedo definir muy bien, pero si puedo notar que están desgastadas, seguramente por los años. A mi lado hay colchones tirados en el suelo, rotos. El total de ellos serían diez.

«¿Por qué habrán tantos si soy una sola?»

Al final de la habitación hay una puerta de madera la cual parece ser muy vieja, con rasguños y otras roturas muy leves. Camino hacia ella lentamente, apegada a la pared y palpando cada imperfección de esta. Cuando me encuentro frente a frente con la puerta mi primer instinto es tocarla, así que lo hago. La palma de mi mano comienza a sentir un millar de defectos en esta y una que otra vez me clavo una pequeña astilla. Intento abrirla pero es imposible. Está cerrada.

Se me nublan los pensamientos con imágenes de lo desconocido al intentar recordar cómo he llegado aquí. Pero mi mente está en blanco, como si los recuerdos se hubieran evaporado en la helada brisa.

«¿Cómo he llegado a este lugar?
¿Donde estoy?»

Mis temblorosos dedos se aferran a la tela de mi camisa, buscando uno que otro consuelo en medio de la oscuridad. Al fin y al cabo solo encuentro más miedo y confusión.

«¿Por qué estoy aquí?
¿Qué me espera en esta habitación de sombras?»

Dejándome vencer por el miedo, aferro mis manos a mi corto y negro cabello, rompiendo algunas hebras de este. Voy pegando lentamente mi espalda contra la puerta de madera mientras mis ojos se inundaban en un mar de lágrimas.

No recuerdo absolutamente nada.
Ni mi edad.
Ni de donde soy.
Ni siquiera mi nombre.

Me resbalo lentamente por la puerta, consiguiendo sentarme en el suelo aún con los dedos clavados en mi pelo. No se en que momento comencé a abrazar mis piernas, enterrando mi cabeza entre estas mientras la fría brisa recorría mi espina dorsal.

—A-ayu... ayud-da.—Carraspee con la voz ronca. Pero por más que intenté hablar existía algo que me lo impedía en aquel momento.

Trato de gritar, de llamar la atención de alguien que pueda ayudarme a salir de esta pesadilla. Mientras mi voz repentinamente se queda atorada en mi garganta, asfixiándome, ahogada por el miedo y la impotencia.

Estoy completamente sola, abandonada en esta habitación sin escape al fondo de las tinieblas.

Las lágrimas caían sin control, rodando por mis mejillas. La oscuridad me rodeaba, una negrura densa y opresiva que parecería querer devorar todo a su paso. El miedo se apoderaba de mi ser, como un viento gélido que recorría cada fibra de mi enfermizo cuerpo.

Mi pobre corazón latía desbocado en mi pecho, como si quisiese escapar de aquella angustia que me envolvía. Mis sollozos resonaban en la habitación vacía, buscando una respuesta que lamentablemente aún no llegaba.

«¿Cómo pude haber llegado a este lugar?
¿Será alguna estupida broma?
¿Por qué todo a mi alrededor parece desconocido y hostil?»

El frío del suelo se colaba por la fina tela de mi ropa, recordándome lo sola que me sentía en medio de aquella triste y abrumadora oscuridad.
Cerré los ojos con fuerza, intentando maquinar un ingenioso plan para poder escapar de aquí, intentando encontrar una salida. Pero solo encontraba más preguntas; y ninguna respuesta.

Después de un tiempo de desesperacion y llanto, mis sollozos al fin se fueron calmando poco a poco. Las lagrimas ya no caían con la misma intensidad que antes y mi respiración comenzaba a regularse. El agotamiento físico y emocional se apoderaban de mi, como si cada lágrima derramada me hubiese dejado sin fuerzas, sin aliento.

Mis ojos, hinchados y enrojecidos, se cerraron lentamente. La oscuridad que abarcaba todo el cuarto se volvió más profunda de lo que ya era; y mi mente, agotada por el miedo y la incertidumbre, finalmente cedió ante el cansancio.

Y me sumergí en un profundo sueño.

Que comience el juego [EN PROCESO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora